viernes, 12 de julio de 2019

¿Familia humana?, por Fr. Felicísimo Martínez Díez OP


La palabra “familia” debería ser palabra sagrada. La expresión “familia humana” también debería ser sagrada. Pertenecer a la familia humana debería ser garantía de seguridad. Decir familia quiere decir solidaridad, cuidado mutuo, convivencia fraterna y sororal, ambiente acogedor, hogar… ¿Es esto lo que experimentamos en nuestro mundo? ¿Podemos llamar familia a los millones de personas que habitamos este planeta? ¿En qué mundo vivimos?

Hablamos de familia humana, porque todos, hombres y mujeres de distintas razas y culturas, compartimos la misma condición humana. En terminología bíblica todos somos hermanos y hermanas, hijos e hijas de Dios, todos constituimos la gran familia humana. Pero nuestra condición humana está muy condicionada cultural, política, económica, religiosamente… Y condicionada está también la convivencia, que debe ser el ideal supremo de cualquier familia.  Pensando en una convivencia verdaderamente familiar, hemos de preguntarnos: ¿en qué mundo vivimos?

Vivimos en un mundo de paradojas y contrastes. Es un mundo que se balancea a toda velocidad entre dos extremos. Por una parte, el discurso sobre la igualdad de derechos de todos los seres humanos; por otra parte, unas desigualdades vergonzantes entre los pueblos y los grupos sociales. Por una parte, unas sociedades del bienestar y por otra unas sociedades del malestar. Por una parte, unas sociedades derrochando riquezas y por otra unas sociedades padeciendo todas las desgracias que lleva consigo la pobreza. Por una parte, un desarrollo acelerado de la ciencia y la técnica, por otra un debilitamiento progresivo de la ética.

Entre la paradoja y el contraste está el misterio de la familia humana. ¿En qué mundo vivimos? ¿Hasta qué punto podemos hablar de una verdadera familia humana? El balanceo entre los extremos, entre “por una parte” y “por otra parte”, está sometido a dos rasgos preocupantes del mundo actual: el desequilibrio y la aceleración. El desequilibrio en el balanceo no nos permite hacer pie, encontrar tierra firme para la vivencia y la convivencia. La aceleración no da tiempo para digerir psicológicamente tantas paradojas y contrastes. En la aceleración es casi imposible la vivencia y la convivencia.

Queremos seguir pensando el conjunto de la humanidad como única familia humana. Pero en nuestro mundo destacan más la fragmentación y la confrontación que la unidad y el encuentro. No hay una sola familia humana. Hay muchas familias, por llamarlas de alguna forma. Hay bloques políticos y económicos enfrentados. Hay grupos étnicos en permanente conflicto. Hay nacionalismos agresivamente cerrados sobre sí mismos. Hay mucha fragmentación y muy profunda para hablar alegremente de la familia humana. O, por lo menos, se trata de una familia muy fragmentada, lo cual dice poco a favor de la armonía familiar.

Es cierto que frente a la fragmentación crece cada día más la globalización. Si esta se encaminara en una dirección correcta, podría convertir la fragmentación en una familia múltiple, en la que la diversidad sería enriquecedora y provechosa para todos. Cuanta más variedad hay en una familia, tanto mejor. Cuanta más variedad étnica, cultural, religiosa en la familia humana, tanto mejor. Pero la globalización no parece caminar en esa dirección. Se ha impuesto la globalización económica y comercial sobre todas las demás globalizaciones. En vez de dar lugar a una mayor comunión entre los miembros de la familia humana, está contribuyendo a agrandar las desigualdades y los conflictos. Sigue el discurso retórico sobre la igualdad de oportunidades.

Pero la realidad es otra: cada vez se hace más escandalosa la desigualdad de oportunidades; cada vez es mayor la brecha entre las sociedades del bienestar y las sociedades del malestar. El drama de la emigración es el reflejo perfecto del fracaso de la globalización económica. Por una parte, ha seducido a las masas pobres con el sueño del paraíso que ofrecen las sociedades del bienestar. Por otra parte, a base de explotación de sus recursos, han sumido en la pobreza y en dramáticas condiciones de vida a los pueblos más empobrecidos. La globalización no ha conseguido anudar los lazos familiares de la humanidad. Ni se ha propuesto fomentar la igualdad de oportunidades. Hoy el poder está donde están el conocimiento, la ciencia, las nuevas tecnologías.

¿Qué ha sucedido para que un mundo con tantas oportunidades esté perdiendo el norte de esta manera? Probablemente la clave hay que buscarla en el divorcio entre la ética y la política, entre la ética y la economía, entre la ética y la técnica. En nombre de la ética los autores clásicos denunciaban la usura. En nombre de la ética hoy se llega, en el mejor de los casos, a perseguir la corrupción, que es una usura ya consumada. Probablemente el gran problema de la familia humana hoy es que no tenemos mística para tanta política, no tenemos justicia para tanta economía, no tenemos ética para tanta técnica y tanto progreso científico. El gran desafío para reconstruir el tejido familiar de la familia humana es la recuperación de la ética.

¿Desde qué observatorio hemos de contemplar la familia humana? Los profetas de Israel estaban completamente acertados cuando hicieron de los pobres el gran observatorio de la salud familiar del pueblo de Israel. Lo tenían muy claro: la mera existencia de los pobres era señal clara de que el pueblo de la alianza había fracasado. La lección sigue siendo actual: mientras existan pobres en esta tierra, la familia humana debe considerarse fracasada, al menos en parte. No podremos hablar de la familia humana sin sonrojo hasta que todos los seres humanos estén sentados a la mesa, compartiendo los bienes de la tierra en solidaridad, en armonía e igualdad.

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