lunes, 22 de mayo de 2017

DOMINICOS: FUNDADOS PARA PREDICAR, por Fr. Felicísimo Martínez OP

Santo Domingo, Iglesia Arcas Reales (Valladolid)
Ya terminó el año jubilar de la Orden. Fue un año de acción de gracias y de júbilo. El Congreso internacional para la misión de la Orden fue una explosión de alegría de los participantes: por encuentro de las distintas ramas de la Familia Dominicana, por la enorme riqueza de los ministerios que los hermanos y hermanas desempeñan a lo largo y ancho del mundo, por la satisfacción de constatar la actualidad del carisma dominicano después de 800 años. El Jubileo y el Congreso concluyó con la Eucaristía presidida por el Papa Francisco, que invitó de nuevo a la Orden a ser “sal de la tierra y luz del mundo” mediante una vida evangélica y mediante la predicación del Evangelio. Se celebró la Eucaristía en la basílica de San Juan de Letrán, precisamente donde fue confirmada la Orden.

Al final, nos ha quedado la eterna pregunta: “Y ahora, ¿qué?”. Es la misma pregunta que nos formuló nuestro provincial de entonces, el P. Guillermo Tejón, cuando terminó el centenario de la fundación de la Provincia en una carta cuyo título era exactamente ese: “Y ahora, ¿qué?”.  Pues ahora entramos en el “tiempo ordinario”, que es el más largo, el de la vida cotidiana, el de los humildes ministerios de los hermanos y hermanas, el del trabajo callado de las comunidades.

Durante el jubileo todas las ramas de la Familia Dominicana han recordado el propósito original de la fundación en el siglo XIII: “para trabajar en la salvación de esta humanidad por el ministerio de la predicación”.  Este era el propósito original: colaborar en la salvación integral de los hombres y mujeres de todos los tiempos. Y este era el ministerio específico con el cual Domingo quiso que él y su Familia Dominicana colaboraran a esa salvación integral de la humanidad: el ministerio de la predicación, la predicación de Jesucristo, el anuncio explícito del Evangelio.

Con frecuencia se suscita en las comunidades dominicanas el debate o la discusión sobre la cuestión siguiente: “¿Qué ministerios son dominicanos y cuáles no lo son?”. Normalmente la sangre no llega al río, pero ciertamente a veces los debates se hacen fuertes. En estas conversaciones se oyen todo tipo de comentarios: “Ese ministerio no es dominicano”. “Pues yo te digo que lo que estoy haciendo es dominicano”.  “Este ministerio es tan dominicano como cualquier otro”. “Todos los ministerios son dominicanos”. De tal forma que a veces puede quedar la sensación de que el carisma dominicano, la identidad dominicana no preocupan o han quedado diluidos. Puede quedar la sensación de que no estamos claros sobre la misión específica de la Orden.

Por lo visto, la cuestión estaba ya presente en las comunidades en los tiempos del Concilio Vaticano II. Pocos años después del Concilio el P. Walgrave escribió un valioso libro haciendo una autocrítica de la vida y misión de la Orden. En su libro incluye ya esta cuestión. Pero corrige el enfoque y hace una propuesta significativa. Viene a decir: la verdadera cuestión no es qué apostolados son dominicanos y cuáles no lo son; la verdadera cuestión es que puesto ocupa la predicación o el anuncio explícito del Evangelio en los apostolados que desempeñan las comunidades dominicanas y sus miembros. Exacto. Este es el verdadero planteamiento, si nos atenemos al proyecto fundacional de Santo Domingo: “para colaborar en la salvación de esta humanidad mediante el ministerio de la predicación”.

Si nos atenemos a las crónicas del siglo XIII la decisión de Domingo tiene mucho trasfondo y mucho fondo. La Iglesia venía padeciendo una profunda crisis desde hacía algunos siglos. Era el momento de buscar solución a dicha crisis. Y en el aquel intento de reformar la Iglesia, se dividían las opiniones.

Unos pensaban que la solución había que buscarla poniendo todo el empeño en la reforma disciplinar, especialmente la reforma disciplinar de la jerarquía y del clero. Incluso algunos iban más lejos y consideraban como camino de reforma eclesial la cruzada contra herejes y disidentes.

S. Alberto Magno, obra de Antonio Martínez
(Iglesia Arcas Reales, Valladolid)
Por el contrario, Diego de Osma y Domingo de Guzmán consideraban que la verdadera reforma de la Iglesia sólo podría llegar si se fomentaba e intensificaba el ministerio de la predicación, el anuncio explícito del Evangelio. Y añadían: el ministerio de la predicación debe ir acompañado por una vida verdaderamente evangélica del predicador y de la comunidad predicadora. Esta fue la opción de Domingo. A esta opción obedece la fundación de una Nueva Orden de Predicadores. ¿Estaba Domingo en lo cierto? ¿Se puede reformar la Iglesia y colaborar en la salvación de la humanidad con la predicación? ¿Tan eficaz es la palabra del predicador por el simple hecho de anunciar el Evangelio? ¿Basta el anuncio explícito de Jesucristo? ¿No será más eficaz dedicarse a otros servicios más prácticos para sanar a esta humanidad herida?

Estas son cuestiones que tienen aún plena vigencia entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Incluso son cuestiones que se rumorean en nuestras propias comunidades. ¿Hemos perdido la fe en la eficacia de la palabra evangelizadora? ¿No será obligación de la Familia Dominicana hoy “salvar la Palabra” mediante el ministerio de la predicación? Este fue uno de los desafíos que resonó en el Congreso internacional sobre la misión de la Orden.

Precisamente con motivo del Jubileo estaba escribiendo el libro “Enviados a Predicar”. Sabiendo de mi afición a escribir, varios amigos y amigas me preguntaron: “¿En qué estás trabajando ahora? ¿Estás escribiendo algo?” Mi respuesta naturalmente era la siguiente: “Sí, estoy escribiendo un libro sobre la predicación”.  Quedé sorprendido ante las reacciones espontáneas y rápidas de algunas personas. Fueron reacciones del siguiente tono: “Por favor, quita esa palabra (“predicación”) de tu libro y, sobre todo, del título”. Pacientemente seguí preguntando: “¿Por qué he de prescindir de la palabra “predicación”?”. Y un amigo contestó: “Porque predicación suena a regañina, discurso vacío y convencional, intento, por parte del clero, de decir a las personas lo que tienen que hacer en su vida”. Respuestas y comentarios como estos son un síntoma claro de la crisis de la predicación, de la desconfianza frente a la palabra. Si eso es la predicación, ciertamente no va a contribuir mucho a la salvación, la liberación, la sanación de esta humanidad. Pero, ¿debe ser eso la predicación del Evangelio? ¿Debe sonar así el anuncio explícito del mensaje cristiano?

Dicho de forma más radical: ¿Tiene sentido seguir predicando el Evangelio? ¿Es necesaria la predicación del mensaje cristiano hoy en día? ¿No será más oportuno dedicarse a resolver los muchos problemas prácticos que tienen nuestros contemporáneos?

Es verdad que “obras son amores y no buenas razones”. También el dicho popular se puede aplicar a los predicadores. Esa verdad que hoy en día hay una serie de problemas en la sociedad que requieren soluciones prácticas y no simples discursos. Por ejemplo: el hambre y la desnutrición, las desigualdades en el mundo, la trata de personas, la migración, los refugiados, la violencia de género y toda clase de violencias, las múltiples violaciones de los derechos humanos etc. etc. etc. Pero no todos podemos hacerlo todos, ni todos estamos llamados a resolver todos los problemas del mundo.  Una buena organización en la sociedad y en la Iglesia consiste precisamente en una razonable y justa distribución de las tareas y las responsabilidades. ¿No será necesario que la Familia Dominicana asuma la tarea y la responsabilidad de seguir en el ministerio de la predicación? ¿No debe mantenerse firme en la misión del anuncio explícito del Evangelio? Se puede aceptar que todo es predicación, pero es preciso añadir: Lo específico de la predicación dominicana es llegar hasta el anuncio explícito del Evangelio. Es un ministerio que Pablo VI urgió con toda fuerza en su exhortación apostólica Evangelio Nuntiandi. Esto es como recordar a la Familia Dominicana su misión específica.

¿Por qué es necesaria hoy en día la predicación? En primer lugar, por la importancia que tiene la predicación en el origen de la comunidad cristiana. En el primer Pentecostés el punto de inflexión para tomar el camino de la fe cristiana es la predicación de Pedro, el anuncio de la muerte y la resurrección de Jesús en su primer sermón. “Al oír esto, dijeron (los oyentes) con el corazón compungido a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? Pedro les contestó: Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, para remisión de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo…” (Hch 2, 37-38).  Por consiguiente, el proceso de origen y formación de la comunidad cristiana es el siguiente: predicación, escucha y conversión, bautismo para el perdón de los pecados.

Se entiende, pues, la importancia trascendental de la predicación. Ciertamente, es Dios quien abre “la puerta de la fe” (Hch 14, 27). Pero esto tiene lugar gracias a la predicación. Pablo insiste una y otra vez en la importancia decisiva de la predicación para el acceso a la fe. “Pero, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?... Por tanto, la fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo” (Rm 10, 14-17). Por eso es necesaria la predicación. Cuando se considera la enorme ignorancia del Evangelio y el desconocimiento de la persona de Jesucristo que padecen la mayoría de los cristianos y, por supuesto, los no cristianos, ¿cómo no recuperar la mística dominicana de la predicación? Desde el Concilio Vaticano II hasta nuestros días la Iglesia no ha cesado de hablar de la prioridad de la evangelización o de la necesidad de una nueva evangelización. Es un órdago que afecta especialmente a la Familia Dominicana.

En segundo lugar, porque muchas personas hoy están necesitadas de encontrar sentido a sus vidas. El psicoanalista Viktor Frankl insistió de forma acertada en la importancia del sentido: “El drama fundamental del ser humano –afirmaba- no es la falta de placer, sino la falta de sentido. Sin placer –añadía- se puede vivir; sin sentido solo cabe el suicidio”. En contraste con estos pensamientos, los analistas de la cultura actual de la globalización y del bienestar insisten en que ésta es una cultura o incultura abundante en placer y escasa en sentido, abundante en política y escasa en mística.

Aquí tiene la predicación del mensaje evangélico una excelente oportunidad para prestar un servicio urgente a la humanidad. El Evangelio de Jesucristo es una fuente abundante de sentido. Es importante encontrar sentido el verdadero sentido del éxito y el fracaso en la vida humana. Es importante encontrar el verdadero sentido de la felicidad y del sufrimiento, del encuentro personal y de la soledad, de la vida y de la muerte. Y para ello ha de ser de gran ayuda el Evangelio, el conocimiento de Jesucristo. Aquí hay que descubrir la verdadera razón y la trascendental importancia de la predicación.

Fr. Felicísimo Martínez OP, autor de la entrada
También es cierto que la predicación o el anuncio del Evangelio deben acreditarse con la vida evangélica del predicador/ra y de la comunidad predicadora. Esta fue una convicción profunda de Santo Domingo a la hora de fundar la Nueva Orden de Predicadores. Él mismo renunció varias veces al episcopado y no lo hace ni por humildad personal, ni por falta de estima al ministerio episcopal. Lo hace porque está convencido de que la eficacia de la predicación del Evangelio está en la eficacia de la Palabra y en la acción del Espíritu. Y porque quiere acreditar la predicación del Evangelio con su vida evangélica y con la vida evangélica de la comunidad.  Resuena aquí aquella preocupación constante de San Pablo: “para no desacreditar el Evangelio”. ¡Cuántas veces sus actuaciones estaban inspiradas por esta preocupación de “no desacreditar el Evangelio!”.

Y también es verdad que la predicación debe realizarse sin invasión ni inhibición. Sin invasión, porque el predicador debe saber cuándo ha de hablar y cuándo ha de callar. Debe tener la paciencia para esperar el momento en el que incluso le pregunten las razones de su respetuoso silencio. Sin inhibición, porque quizá el interlocutor porque la experiencia nos dice que muchos miedos a entrar en conversación sobre asuntos religiosos y evangélicos, suelen ser falsos miedos. La mayoría de las personas agradecen hablar sobre las grandes preguntas de la vida. Y ahí el Evangelio tiene importantes palabras que decir.

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