martes, 9 de julio de 2019

TRES PAÍSES, TRES MANERAS DE VIVIR LA FE EN FAMILIA: ESPAÑA, por Faustino Martínez


El barco pesquero del padre del autor
Contexto

Quiero compartir esta mirada retrospectiva desde mi distancia a la época en que tuve la suerte de nacer en una familia humilde en los difíciles tiempos de la postguerra civil española, aproximándome reconciliado con aquel horizonte histórico. Nací cinco días después del ataque japonés a Pearl Harbour, en plena II Guerra Mundial. Tuve la fortuna de disfrutar de una infancia feliz gracias a los padres que me tocó en suerte tener, donde el amor, la dedicación, que se demostraban mis padres, nos alimentó. En mi casa no había ni radios, ni televisión, sino tiempo para hablar, jugar, trabajar y buenos ejemplos que reforzaban sus buenos consejos para la vida.

En aquella época de la postguerra civil española no se oía ni se conocían otros tipos de “familias” sugeridas por el enfoque marxista. Todavía estaban lejos el mayo del 68 y la implantación de los “matrimonios” gays y lesbianas, las parejas de hecho, ni existía el divorcio. La familia que tuve en suerte que me acogiera a la existencia era una familia nuclear según la institución tradicional cristiana. Se habían casado mis padres en 1934. y somos dos hermanos y una hermana.

Mi padre, Adolfo, era un marinero, pescador del mar Cantábrico, de Llastres (Asturias-España), muy trabajador, cuya única riqueza según sus palabras y que, enseñándonos sus manos callosas, nos decía de vez en cuando: “¡Esta es mi riqueza, mi salud, estas manos y toda mi vida dedicada a vosotros para sacaros adelante!”. Mi madre, Pilar, era del pueblo campesino de Lluces que al casarse con mi padre tuvo que ir a vivir a Llastres, pueblo hermoso, pero donde no hay tierras de cultivo, ni ganadería, y donde sus gentes solamente viven de lo que da la mar. La penuria económica era evidente con todas sus penosas consecuencias especialmente en los duros inviernos en que no podían ir a pescar a la mar. Durante mi infancia vi a decenas de jóvenes marineros tuberculosos, mal alimentados, esperar la muerte. La mortalidad infantil era aterradora en la postguerra.

La “cartilla de racionamiento” era utilizada diariamente en las colas ante las tiendas. Para aportar medios de subsistencia mi madre se trasladaba casi todas las tardes hasta la aldea de Lluces para ayudar a sus hermanos agricultores, recibiendo así de ellos ayuda en alimentos extraídos del campo y de la ganadería. Mi padre, durante la guerra, había sido oficial del Ejército Republicano, elegido y obligado a dedo por destacar por su inteligencia, cultura y personalidad. Tras un curso de seis meses le dieron categoría de Oficial. Roto el frente de Asturias en octubre de 1937 y cayendo prisionero, esta circunstancia le hizo estar en un Campo de Concentración en La Guardia (Pontevedra), librándose de la pena de muerte en un Tribunal de Guerra, siendo condenado a trabajos forzados. Un hermano de mi madre desapareció en un bombardeo de la Legión Condor en el frente de Cangas de Onís. No apareció su cuerpo. ¡Nunca oí palabras de odio ni de rencor por todo lo vivido y sufrido durante la guerra, ni a mi abuela, ni a mis padres! Solo les oía decir después de cualquier narración: ¡Que no vuelva más aquella locura!

Valores

Se aprende más de lo que se ve, que de lo que uno oye. La educación que ahora valoro críticamente desde la distancia y con otra perspectiva no solo fue muy positiva por los buenos consejos que nos decían nuestros padres, por las normas razonadas y razonables que nos ponían, sino especialmente por lo que ví en mi casa con sus ejemplos de amor, de honradez, de educación, de respeto a las personas, de ayuda, de asumir las normas coherentes que nos daban y de hacernos ser conscientes de los límites de nuestros medios materiales de vida, de colaborar y ayudar en las tareas de la mar, de acoger y ayudar dentro de lo posible a la gente necesitada.

Vi muchas veces a vecinas que pedían y recibían ayuda en alimentos de mi madre, la vi respetar a las personas débiles, pobres, hambrientos que abundaban todos los días por los pueblos pidiendo comida por las casas, la vi acogiendo y dando de comer a pordioseros y tullidos de la guerra a los que ella sentaba en la mesa de la cocina dándoles de comer. Nos transmitían con su actitud y de palabra valores de respeto a los demás, especialmente a las personas mayores, el sentido de la justicia, decir la verdad, y obedecer dentro de las exigencias de un control parental adecuado a nuestra edad de infancia y adolescencia.

La educación religiosa venía contrastada por una visión crítica que mi padre nos compartía y que había recibido y vivido en el ambiente familiar de mi abuela paterna, muy religiosa y de la influencia de un dominico, el padre Secundino Martínez. Mi padre, sin saber nada de teología tradicional, ni de Teología de la Retribución que, décadas más tarde, desvelaría otro dominico, el Padre Chus Villarroel, nos alertaba sobre su intuición crítica. Esta visión crítica del enfoque que tenía en aquel entonces una “Iglesia de Cristiandad” la tenía mi padre en cuanto a la “religión” cristiana que nos hacía reflexionar contrastándola con lo que en la postguerra se nos estaba inculcando en las catequesis y en las Misiones Populares predicadas por los Jesuitas, Capuchinos y Redentoristas.

En mi casa se rezaba siempre que había tiempo, de vez en cuando antes de cenar, el Santo Rosario dirigido por mi madre. Mi padre nos enseñó con su ejemplo la costumbre de rezar antes de dormir un “Padre nuestro y dos Avemarías” después de darles un beso a ellos antes de acostarnos. En nuestra casa se comentaba con temor y en voz baja los hechos vividos y sufridos durante la guerra civil en Asturias. En su adolescencia, mi padre había sido amigo (nacieron el mismo año) del que sería Mártir y Beato Ángel Cuartas, asesinado en Oviedo en la Revolución de octubre de 1934.

Mi padre criticaba duramente los asesinatos perpetrados por odio en Asturias y en otras partes de España de obispos, curas, monjas y personas cuyos únicos “delitos” eran el ir a misa o ser católicos, desaprobando la destrucción y quema de templos y conventos. A pesar de estas ideas y sentimientos, mi padre, mi hermano y yo fuimos “represaliados” por haber sido él Oficial del Ejército de la República. ¡Pero no captamos nunca en él ni en mi madre palabras de rencor u odio por lo que vivieron! ¡Eran sanos e inteligentes, equilibrados con la adultez que les había dado una vida nada fácil, al menos para no inocularnos el odio y el rencor destructivo!

Pasados los años, pude comprobar la incorrecta catequesis que se nos impartió, tanto en la iglesia parroquial como en la escuela primaria que estaba en manos de una exmonja traumatizada por la persecución religiosa y asesinatos en Barcelona durante la guerra civil. El miedo a “dios”, que podía enviarnos al infierno y castigarnos por cualquier pecado grave si no éramos “buenos” y al que teníamos que tener “contento” para que no nos castigara se convirtió en la “niñera guardiana” de nuestra infancia y adolescencia.

Nuestro drama religioso-moral siguió durante años convirtiéndose en una frustración llena de temor y sentimientos de culpa constantes pues nunca lográbamos con nuestras acciones y cumplimientos morales ser del todo “buenos” para ganarnos con nuestros méritos el “cielo”. Por lo que el “evangelio” terminó siendo una “mala noticia” molesta, antipática y casi odiosa, a pesar de nuestros esfuerzos por intentar tener contento a aquel “dios amenazador”. Se nos hablaba más de “dios” que de Jesus de Nazareth, nuestro Salvador.

Algunos de mis amigos, pasada la adolescencia, terminaron por desconectar de aquella idea de “dios” viviendo sumidos en la indiferencia religiosa, otros en el agnosticismo. Mi educación escolar, desde los tres años estuvo condicionada e influenciada por la formación recibida de las ideas políticas, morales y religiosas del nacionalcatolicismo que se nos “programaban” en un clima de miedo, culpabilizaciones y ausencia de defensas críticas. El miedo se respiraba en la calle, en la escuela y en la iglesia. Nuestra ignorancia y miedos se utilizaban como caldo de cultivo para la inculcación política, moral y religiosa en las prédicas de las Misiones populares, en la parroquia y en la escuela.

Este resumen hecho desde la perspectiva en este año de 2019, me permite resumir que fuimos atendidos por nuestros padres en las necesidades básicas materiales y psicológicas de acogida incondicional, protección, atención y afecto, sin lujos y con muchas limitaciones que asumíamos, pues sabíamos en qué “casa vivíamos y comíamos” y el medio hostil de la mar dónde trabajaba mi padre al que tratábamos de ayudar y colaborar dentro de lo que un niño pequeño puede hacer.

En el aspecto social, vimos en ellos ejemplos de las mejores lecciones de respeto a los demás, de sociabilidad, de civismo, del buen uso de la libertad responsable, de aprender a cuidar de nosotros mismos, de elegir amistades sanas, de discernir a los buenos amigos y huir de las malas compañías, de alegría y de sentido festivo de la vida a pesar de todas las dificultades, de acogida y confianza sensata en la vida y en los demás, de solidaridad, de compartir lo poco que teníamos, de valorar el sentido de pertenencia a una familia, a una iglesia, a un país, de saber elegir los valores que construyen a las personas y evitar los anti valores que destruyen, de saber vivir a tenor de lo que se tiene y se puede dentro de unos límites.

También tuvimos la suerte de ver en ellos y vivir unos valores de trascendencia y de sentido, de una fe “cristiana” a veces deformada que con el tiempo iríamos depurando y acrisolando con nuestra formación, vivencias y nuestro propio sentido crítico en todos los aspectos dogmáticos, morales y “políticos” del nacionalcatolicismo que nos envolvía. Cuando había preocupaciones por la falta de pesca o disgustos por pérdidas de las redes por los temporales, enfermedades graves y operaciones médicas de mi madre, lesiones laborales de mi padre a punto de morir por no disponer todavía de antibióticos… todo ello lo vivíamos y sufríamos en una unión total asumiendo cada uno lo mejor que podíamos nuestras pequeñas responsabilidades.

Tuve la fortuna de que un Maestro de Escuela, Don Mariano Bru Martínez, me orientó para ir al Colegio de los Dominicos de la Provincia del Santísimo Rosario de Filipinas. Allí, al igual que en los muchos colegios de otras órdenes religiosas y seminarios, miles de adolescentes de nuestra generación, pudieron recibir una formación que estaba inalcanzable para los demás niños de familias humildes de la España de entonces. ¡Los colegios de los frailes se convirtieron en la “Universidad” de miles de hijos de labradores, mineros, pescadores, de familias humildes de la España de la postguerra!

Resumiendo, puedo testimoniar que en nuestra casa se respiraban y se asumían las limitaciones materiales de una humilde familia marinera. ¡Pero mis padres y nosotros con ellos éramos “ricos” en expresiones físicas de cariño, de atención y de su presencia en casa, de apoyo parental, atención, diálogo, reparto proporcionado de responsabilidades a nuestra edad, control parental con normas morales razonables, amonestaciones razonadas en los errores distinguiendo “el pecado del pecador”, control que interpretábamos como expresión del amor que nos tenían velando por nuestro bien, vivencias de perdón, palabras de ánimo en las dificultades, nunca sufrimos castigos físicos, aunque sí serias advertencias que iban acompañadas de razonamientos y de cariño. Nos fueron dando ámbitos de libertad proporcional a la edad en que íbamos creciendo, lo que reforzaba nuestra progresiva autoestima y confianza.

El estilo y actitudes que tenían nuestros padres con nosotros eran de confianza en nosotros, flexibles, ni débiles ni rígidas, ni autoritarios, ni permisivos, sino autoritativos definiendo las actividades de manera racional y con sentido común. Las palabras de ánimo, de superación y esfuerzo eran muy frecuentes en nuestras dificultades, estimulando y reconociendo nuestros pequeños éxitos. Teníamos un ambiente de confiada comunicación sintiéndonos escuchados y tenidos en cuenta.

Arriesgaban dejarnos tomar y ensayar experiencias e iniciativas proporcionadas a nuestra edad confiando en nuestra libertad, lo que era devuelto por nosotros reforzando la mutua confianza y nuestra autoestima. En nuestra familia había una consigna muchas veces repetida por nuestros padres: (En bable asturiano) ¡Fíos, tou lo que faigais faceilo con muchu fegadin¡ (Del latin “fecatum” = hígado). Traducido: “¡Hijos, todo cuanto hagáis hacedlo con mucho corazón o amor!”.

Cuando le dije a mi madre, pasados los años, que quería ser profesor, el mejor tratado de psicopedagogía que pude tener en cuenta en mi futura profesión docente en todos los niveles de la enseñanza, fueron sus palabras. Ella que era “todo amor” me dijo. “¡Fiu, si esi ye el tu destinu de dedicate a enseñar a rapacinos… quierilos muchu…! (“Hijo, si ese es tu destino, el dedicarte a enseñar a adolescentes…has de quererlos mucho…!”).

En resumen, en nuestra familia hemos sido muy afortunados y “ricos”, en medio de las muchas limitaciones materiales que suele tener una familia pescadora, al ser acogidos, amados, atendidos en nuestras necesidades materiales, psicológicas, afectivas, sociales, de sentido y trascendencia, habiendo sido empapados en un clima de amor expresado por nuestros padres a lo largo de su vida.

1 comentario:

  1. QUERIDO ALUMNO DE PIANO. COMO SIEMPRE, TAN ENTUSIASTA (del griego "entheos", estar en Dios). TU BUENA FAMILIA, TODO UN EEMPLO DE JUSTEZA (mejor justa que buena). SALUDOS A TU "Coro "Manín de LLastres". SI, ACASO, ENSAYÁIS "Agora non" (añada asturiana), MO OLVIDES ENVIÁRMELA. UN ABRAZO, SERGIO(a."Panizò")

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