jueves, 16 de junio de 2022

SAN VICENTE, el del "ditet"

Vicente Ferrer, valenciano de nacimiento, patrono de la ciudad, es el epítome de predicador dominico. Nacido en 1350 vivió una época social y políticamente extremadamente convulsa, desde las diferencias, ya entonces, con los mandamases de Cataluña por la herencia del reino de Aragón (Compromiso de Caspe), hasta su implicación en el Cisma de Occidente (apoyó al papado de Aviñón), que convirtieron su figura y su obra en legendarias, dignas de una serie televisiva de altos vuelos donde el guionista, con relativa facilidad, podría subrayar los claroscuros de un período caótico en Europa, el siglo XIV con sus guerras civiles, sus brotes de peste, sus flagelantes peregrinos, azotándose las espaldas para purgar sus pecados, que en multitud seguían las andanzas y prédicas de Vicente el del ditet por el noroeste español, los reinos de taifas italianos y la Francia a medias inglesa. Vicente político, predicador, misionero.

Lo del “ditet”, tal como aparece en la magnífica talla de Carlos Ferreira (Valdemoro, 1914) es ambivalente. Es posible que haga referencia a su mote, como se le conoce en Valencia, San Vicente “el del dedo”, gesto al que se le atribuyen numerosas virtudes taumatúrgicas. Aunque también pudiera ser un clásico gesto del predicador apuntando al cielo y abroncando a los feligreses, heraldo del castigo divino en ciernes. De hecho, otro de los sobrenombres portados por el popular dominico es el del “Ángel del Apocalipsis”, dado que en sus sermones el último libro de la biblia ocupaba un lugar preeminente.

Sea en gesto milagrero o predicador, Ferreira ha captado de manera notabilísima (la escultura data de 1954 y está alojada en el Colegio Nuestra Señora del Rosario, Arcas Reales, Valladolid) la pasión y el ardor que, sin duda, consumieron, literalmente, este dominico que no por santo es menos controvertido, sea desde la óptica religiosa como desde la política.

Ferreira insufla vida a la escultura, cuya parte inferior tiene forma de huso, el habito negro y blanco es claramente perceptible, sobredimensionando el pie derecho tirado claramente hacia adelante -Vicente murió en Bretaña en 1419- como símbolo de sus innumerables caminatas de predicación por el sur de Europa. Pero, sobre todo, con el gesto exagerado del dedo alzado. Al espectador corresponde la decisión de percibirlo como mero aviso, temida amenaza, graciosa salvación (milagro).

Más allá de la expresión corporal, el artista puso toda su destreza en los rasgos que conceptualizan la expresión del rostro. La boca abierta, pronunciando algún juicio apocalíptico, las cuencas de los ojos cadavéricas, el cráneo afeitado, lo que le confiere un aire exaltado, inquietante, incluso patibulario, si la palabra se permite en este contexto. También puede ser entendido como una faz domada por el ascetismo y alimentada, consumida, por la proclamación incansable de la palabra divina. No es de extrañar que los internos del colegio de Arcas Reales, a principios de los sesenta, sintieran pavor delante de una talla que les resultaba tan ajena a las devocionales tan populares en los pueblos de donde provenían.

Obviamente, Ferreira, que por lo demás, y curiosamente, trabajó en diversas obras franquistas (Valle de los Caídos), tuvo la enorme valentía de representar a un santo muy venerado en una dimensión muy humana. Considerando, entre otros elementos, que la aureola de santidad, incluso los gestos piadosos, no tienen cabida en una imagen tan rotunda. Por no hablar de la época en que fue esculpida, poco dada a las aventuras de los imagineros y, mucho menos, en un contexto tan conservador como el de la Iglesia en los años 50.

¿Tuvo cabida en la gubia del escultor hace medio siglo o acaso tiene ahora en la percepción del espectador contemporáneo al contemplarla las enormes contradicciones que asolan la figura de Vicente Ferrer en su abundante historiografía y hagiografía? En todo caso, más allá del revisionismo histórico, teñido de demagogia, tan à la mode en estos últimos meses, la figura de Ferreira puede ser un buen punto de partida para un análisis crítico y objetivo, si tal logro es alcanzable, de figuras eclesiales históricas a quienes la Iglesia por afianzar sus barricadas contra las censuras del siglo no ha querido admitir nunca admitir el mínimo resquicio de fragilidad.  

Y las sombras, aún en un contexto histórico y social tan particular, acechan a (San) Vicente Ferrer. No es este el espacio para dirimir sus claroscuros, claramente perceptibles en la talla de Ferreira, sus controvertidas proclamaciones antisemitas, algunas de las cuales quedaron grabadas a sangre y fuego (si esto es literal es asunto a discutir) en sus apocalípticos sermones.

En cualquier caso, la madera esculpida por el artista, ¿por qué no? también puede representar un espejo de nuestras propias contradicciones. Después de todo, aunque no sea cierto que la historia sea cíclica, las tensiones políticas y sociales del siglo catorce no andan muy alejadas, pese a la distancia temporal, de las actuales: redistribución de la riqueza, corrupción política, antisemitismo, pandemias, lacras sociales…

 

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