jueves, 16 de noviembre de 2017

EL DESAFÍO DE FORMAR JÓVENES MISIONEROS EN MACAO, por Fr. Javier González OP


Macao, ese histórico rincón del Lejano Oriente que para muchos hoy evoca aventura, casinos, luces, glamour y juego… tiene, para nosotros dominicos, un significado muy distinto: es ante todo un lugar… ¡con sabor a misión! 



Viene siendo costumbre para mí en los últimos años dar un curso de un mes en la Universidad de San José, en Macao. Es una invitación anual (a veces semestral) que acepto con gusto porque me brinda la oportunidad de enseñar, práctica muy ligada a nuestro carisma dominicano.  Tanto es así que se ha convertido para mí en una pequeña experiencia de predicación.

 
Mis clases tienen lugar en el antiguo Seminario de San José, un edificio majestuoso, ligado a la historia de la Iglesia en Asia y a las misiones de China continental.

 
Cada mañana, con mi ordenador al hombro, camino desde nuestro convento de Santo Domingo al Seminario. Es un paseo agradable por las angostas calles de lo que hasta hace poco fue colonia portuguesa. A mi paso por el casco histórico de la ciudad dejo a un lado la catedral, las ruinas de San Pablo, la iglesia de Santo Domingo, el Leal Senado y otros edificios coloniales, cuya belleza y ubicación me obligan invariablemente a levantar la vista y contemplarlos. Por un momento me sacan de mis pensamientos y me recuerdan dónde estoy.

 
Mirando la fachada de la Iglesia de Santo Domingo, la más antigua de Macao, me quedo admirado de su hermosura; pero aún más me cautiva el embrujo de su entorno: imagino a frailes dominicos en sus hábitos entrando y saliendo desde 1587, fecha en que se terminó su construcción, supervisada por tres dominicos españoles. Me adentro en ella y veo por doquier símbolos dominicanos (Santo Domingo, la Virgen del Rosario, emblemas, etc.) que la convierten para mí en algo entrañable, algo mío, que me hace sentir en casa.

 
¡Qué privilegio para nosotros, dominicos, estar hoy en Macao! Una presencia soñada por nuestros mayores, algunos todavía conocidos por mí, que murieron sin poder entonar su nunc dimittis, algo que hoy sí hubieran hecho con emoción si hubieran visto nuestro estudiantado con jóvenes de distintos países en su hábito dominicano, estudiantes preparándose para ser misioneros tras la huella de Domingo de Guzmán…

 
Pensando en esos jóvenes y mirando al reloj subo la empinada cuesta que conduce al Seminario. Pronto aparece ante mis ojos la forja de la entrada.  Dentro del patio están ya algunos estudiantes, los más madrugadores, esperando la llegada de sus profesores y el comienzo de las clases. Algunos de ellos son nuestros hermanos dominicos; otros, diocesanos o de alguna congregación; hay también aspirantes dominicas de varias nacionalidades, sobre todo de Myanmar y de Timor Leste… En total, un puñado todos ellos, no muchos. Me alegra ver sus caras sonrientes. Saben que están preparándose para su futura misión de predicadores. Al acabar sus estudios irán a distintos países, pero “enviados”, que es lo que les convierte en misioneros.

 

Durante la clase tratan de mantener su atención: la mayoría lo logra, bien sea tomando notas o haciendo preguntas; a algún otro le cuesta concentrarse. Es comprensible que a veces no puedan impedir a su mente volar a sus países y pensar en sus seres queridos: padres, hermanos, amigos, casa y tierra que allá dejaron… Pero estos jóvenes misioneros han hecho una opción en su vida; y su vista está puesta en el horizonte. El estudio, las clases, los libros…, son bártulos imprescindibles en su camino.

 

A media mañana hacemos una pausa. Es hora de cambiar de aire y de tomarnos un café junto con algunos otros estudiantes y profesores. Después reanudamos la clase hasta el mediodía. “¿Qué les quedará de esta experiencia académica?”, me pregunto. Y me respondo: Olvidarán seguro lo que han oído en clase, pero les quedará un poso de conocimientos que luego se traducirá en cultura, en competencia, en libertad, en autoconfianza. Junto con un recuerdo imborrable: ¡los años estudiantiles no se olvidan!

 

Es tiempo para mí de volver a casa para reunirme con mi comunidad, descansar un poco y preparar las clases del día siguiente. Cuesta abajo, diviso por encima del contorno colonial grandes edificios con nombres de hoteles, casinos (¡estamos en la meca del juego!) y la inconfundible Torre de Macao, desde cuya cima (338 metros) muchos aficionados encuentran sus delicias en arrojarse al vacío sabiendo que antes de tocar el suelo una cuerda va a permitirles repetir la proeza. Dicen que el thrilling de la caída causa adicción.  Yo desde luego no pienso darle una oportunidad. 

 

En mi camino hacia casa el adoquinado de las callejuelas céntricas de la ciudad, en subida y bajada, me trae memorias de héroes, de mártires, de tantos misioneros que las cruzaron en su camino hacia China para difundir el evangelio. El rastro de San Francisco Javier, fallecido a 60 kilómetros de esta ciudad, sigue visible. Mis pensamientos ahora vuelven a su cauce: a mi vida, a la clase de mañana, a los correos electrónicos que esperan respuesta, a los retos acuciantes que hoy tiene la Orden… Todo aparece urgente e importante. Pero para mí nada lo es tanto como el momento presente: esta experiencia humilde y sencilla de estar un tiempo en Macao formando jóvenes, futuros misioneros, predicadores del Evangelio que a su tiempo serán enviados por el mundo. Son hoy un grano de mostaza que Dios está haciendo germinar; una pequeña siembra que tenemos que regar…

 

Al compartir esta experiencia pienso en los jóvenes lectores de AMANECER, algunos tal vez con inquietud vocacional: ¿alguien se apunta a esta aventura misionera? Pienso también en mis hermanos dominicos, algunos con horizontes ya casi apagados: ¿por qué no darle una nueva oportunidad a nuestra fe y a nuestra vida consagrada? ¿Por qué no dejarle a Dios que transforme nuestras actividades diarias en pequeñas historias de predicación?

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