Comunidades predicadoras. Esto es lo que somos. Para esto hemos nacido. En este espacio privilegiado la Palabra es acogida, meditada, contemplada, vivida para ser luego proclamada con gracia y fuerza. Aquí se gesta la predicación. Lo que compartimos en los púlpitos y en otros espacios y modos, lleva el sello de nuestros hermanos porque sus palabras, su ejemplo y el compartir de nuestra vida ilumina y enriquece nuestra escucha de la Palabra.
El estudio en común abre nuestros horizontes. La experiencia de Dios que compartimos nos acerca más a Su verdad y a la realidad de los hombres. Por tanto, aunque cada hermano tenga ministerios o predicaciones aparentemente individuales, la verdad es que donde uno de nosotros predica está toda la comunidad presente, todos somos parte.
La oración de la comunidad, sus vigilias, la penitencia y la vida entregada de cada miembro sustenta y da fecundidad a toda Palabra anunciada. Además, la oración, tanto personal como comunitaria, es predicación en sí misma. En la liturgia nos unimos a Cristo glorioso, hacemos visible su plegaria y le dejamos que utilice nuestras voces para alabar y bendecir; suplicar y dar gracias. Esta oración, que es intercesión continua por toda la humanidad, es anuncio de la Buena Noticia.
Esta vida de intimidad y alabanza lleva a los que la “ven desde afuera” a repetir aquella petición que los discípulos hicieron al Maestro: “Señor, enséñanos a orar”. Con el cuidado de la celebración litúrgica (ornamentación, iluminación, música…) manifestamos la belleza y el gozo de celebrar la salvación de Cristo y su indecible amor por nosotros. Desde aquí podemos entender el fervor y la devoción con que Nuestro Padre celebraba todo el oficio divino.
Por otra parte, volviendo a los orígenes, como fue el deseo de Santo Domingo, los dominicos reproducimos la primera comunidad cristiana que es signo de la nueva humanidad regida por el amor. Viviendo en comunidad, y poniendo todo en común (lo que somos, lo que tenemos) predicamos al mundo que todos somos necesarios y a su vez, que todos nos necesitamos; y, sobre todo, predicamos el amor de Dios.
Amor que nos hace hermanos en Cristo; que convierte diferencias, egoísmos, enemistad, envidia, rencor y división en aceptación mutua, amistad y perdón. Así, poniendo cada día nuestro granito de arena con amor y fidelidad en la vivencia de la comunión, proclamamos que todos formamos parte de construcción y la realización del plan de Dios, su gran proyecto de Amor: que seamos uno con ÉL y en Él.
La comunidad predica también a través del trabajo. Éste promueve el bien común y la fraternidad; en él colaboramos con Dios en la obra de la creación, poniendo al servicio de los demás las capacidades que nos ha regalado. Con él nos unimos a todos los hombres, en especial a los pobres, con quienes compartimos buena parte de sus frutos.
Finalmente, la comunidad predica con su vida misma, desde su propio ser. Viviendo con gozo nuestra vocación, el Evangelio, damos testimonio del amor y la vida de Dios, de que es posible renunciar a las cosas del mundo y llevar una vida entregada con la mirada fija en el Reino que Cristo nos tiene preparado. De esta manera, dominicos y dominicas unidos en la misión, nos vamos santificando, encarnando la voluntad del Señor con tesón y alegría, día a día, apoyados unos en otros.
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