Santo Domingo, Iglesia Arcas Reales (Valladolid) |
Ya terminó el año jubilar de la Orden. Fue un año de
acción de gracias y de júbilo. El Congreso internacional para la misión de la
Orden fue una explosión de alegría de los participantes: por encuentro de las
distintas ramas de la Familia Dominicana, por la enorme riqueza de los
ministerios que los hermanos y hermanas desempeñan a lo largo y ancho del
mundo, por la satisfacción de constatar la actualidad del carisma dominicano
después de 800 años. El Jubileo y el Congreso concluyó con la Eucaristía
presidida por el Papa Francisco, que invitó de nuevo a la Orden a ser “sal de
la tierra y luz del mundo” mediante una vida evangélica y mediante la
predicación del Evangelio. Se celebró la Eucaristía en la basílica de San Juan
de Letrán, precisamente donde fue confirmada la Orden.
Al final, nos ha quedado la eterna pregunta: “Y
ahora, ¿qué?”. Es la misma pregunta que nos formuló nuestro provincial de
entonces, el P. Guillermo Tejón, cuando terminó el centenario de la fundación
de la Provincia en una carta cuyo título era exactamente ese: “Y ahora, ¿qué?”. Pues ahora entramos en el “tiempo ordinario”,
que es el más largo, el de la vida cotidiana, el de los humildes ministerios de
los hermanos y hermanas, el del trabajo callado de las comunidades.
Durante el jubileo todas las ramas de la Familia
Dominicana han recordado el propósito original de la fundación en el siglo
XIII: “para trabajar en la salvación de esta humanidad por el ministerio de la
predicación”. Este era el propósito
original: colaborar en la salvación integral de los hombres y mujeres de todos
los tiempos. Y este era el ministerio específico con el cual Domingo quiso que
él y su Familia Dominicana colaboraran a esa salvación integral de la
humanidad: el ministerio de la predicación, la predicación de Jesucristo, el
anuncio explícito del Evangelio.
Con frecuencia se suscita en las comunidades
dominicanas el debate o la discusión sobre la cuestión siguiente: “¿Qué
ministerios son dominicanos y cuáles no lo son?”. Normalmente la sangre no
llega al río, pero ciertamente a veces los debates se hacen fuertes. En estas
conversaciones se oyen todo tipo de comentarios: “Ese ministerio no es
dominicano”. “Pues yo te digo que lo que estoy haciendo es dominicano”. “Este ministerio es tan dominicano como
cualquier otro”. “Todos los ministerios son dominicanos”. De tal forma que a
veces puede quedar la sensación de que el carisma dominicano, la identidad
dominicana no preocupan o han quedado diluidos. Puede quedar la sensación de
que no estamos claros sobre la misión específica de la Orden.
Por lo visto, la cuestión estaba ya presente en las
comunidades en los tiempos del Concilio Vaticano II. Pocos años después del
Concilio el P. Walgrave escribió un valioso libro haciendo una autocrítica de
la vida y misión de la Orden. En su libro incluye ya esta cuestión. Pero corrige
el enfoque y hace una propuesta significativa. Viene a decir: la verdadera
cuestión no es qué apostolados son dominicanos y cuáles no lo son; la verdadera
cuestión es que puesto ocupa la predicación o el anuncio explícito del
Evangelio en los apostolados que desempeñan las comunidades dominicanas y sus
miembros. Exacto. Este es el verdadero planteamiento, si nos atenemos al
proyecto fundacional de Santo Domingo: “para colaborar en la salvación de esta
humanidad mediante el ministerio de la predicación”.
Si nos atenemos a las crónicas del siglo XIII la
decisión de Domingo tiene mucho trasfondo y mucho fondo. La Iglesia venía
padeciendo una profunda crisis desde hacía algunos siglos. Era el momento de
buscar solución a dicha crisis. Y en el aquel intento de reformar la Iglesia,
se dividían las opiniones.
Unos pensaban que la solución había que buscarla
poniendo todo el empeño en la reforma disciplinar, especialmente la reforma
disciplinar de la jerarquía y del clero. Incluso algunos iban más lejos y
consideraban como camino de reforma eclesial la cruzada contra herejes y
disidentes.
S. Alberto Magno, obra de Antonio Martínez (Iglesia Arcas Reales, Valladolid) |
Por el contrario, Diego de Osma y Domingo de Guzmán
consideraban que la verdadera reforma de la Iglesia sólo podría llegar si se
fomentaba e intensificaba el ministerio de la predicación, el anuncio explícito
del Evangelio. Y añadían: el ministerio de la predicación debe ir acompañado
por una vida verdaderamente evangélica del predicador y de la comunidad
predicadora. Esta fue la opción de Domingo. A esta opción obedece la fundación
de una Nueva Orden de Predicadores. ¿Estaba Domingo en lo cierto? ¿Se puede
reformar la Iglesia y colaborar en la salvación de la humanidad con la
predicación? ¿Tan eficaz es la palabra del predicador por el simple hecho de
anunciar el Evangelio? ¿Basta el anuncio explícito de Jesucristo? ¿No será más
eficaz dedicarse a otros servicios más prácticos para sanar a esta humanidad
herida?
Estas son cuestiones que tienen aún plena vigencia
entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Incluso son cuestiones que se
rumorean en nuestras propias comunidades. ¿Hemos perdido la fe en la eficacia
de la palabra evangelizadora? ¿No será obligación de la Familia Dominicana hoy
“salvar la Palabra” mediante el ministerio de la predicación? Este fue uno de
los desafíos que resonó en el Congreso internacional sobre la misión de la
Orden.
Precisamente con motivo del Jubileo estaba
escribiendo el libro “Enviados a Predicar”. Sabiendo de mi afición a escribir,
varios amigos y amigas me preguntaron: “¿En qué estás trabajando ahora? ¿Estás
escribiendo algo?” Mi respuesta naturalmente era la siguiente: “Sí, estoy
escribiendo un libro sobre la predicación”.
Quedé sorprendido ante las reacciones espontáneas y rápidas de algunas
personas. Fueron reacciones del siguiente tono: “Por favor, quita esa palabra
(“predicación”) de tu libro y, sobre todo, del título”. Pacientemente seguí
preguntando: “¿Por qué he de prescindir de la palabra “predicación”?”. Y un
amigo contestó: “Porque predicación suena a regañina, discurso vacío y convencional,
intento, por parte del clero, de decir a las personas lo que tienen que hacer
en su vida”. Respuestas y comentarios como estos son un síntoma claro de la
crisis de la predicación, de la desconfianza frente a la palabra. Si eso es la
predicación, ciertamente no va a contribuir mucho a la salvación, la
liberación, la sanación de esta humanidad. Pero, ¿debe ser eso la predicación
del Evangelio? ¿Debe sonar así el anuncio explícito del mensaje cristiano?
Dicho de forma más radical: ¿Tiene sentido seguir
predicando el Evangelio? ¿Es necesaria la predicación del mensaje cristiano hoy
en día? ¿No será más oportuno dedicarse a resolver los muchos problemas
prácticos que tienen nuestros contemporáneos?
Es verdad que “obras son amores y no buenas
razones”. También el dicho popular se puede aplicar a los predicadores. Esa
verdad que hoy en día hay una serie de problemas en la sociedad que requieren
soluciones prácticas y no simples discursos. Por ejemplo: el hambre y la
desnutrición, las desigualdades en el mundo, la trata de personas, la
migración, los refugiados, la violencia de género y toda clase de violencias,
las múltiples violaciones de los derechos humanos etc. etc. etc. Pero no todos
podemos hacerlo todos, ni todos estamos llamados a resolver todos los problemas
del mundo. Una buena organización en la
sociedad y en la Iglesia consiste precisamente en una razonable y justa
distribución de las tareas y las responsabilidades. ¿No será necesario que la
Familia Dominicana asuma la tarea y la responsabilidad de seguir en el
ministerio de la predicación? ¿No debe mantenerse firme en la misión del
anuncio explícito del Evangelio? Se puede aceptar que todo es predicación, pero
es preciso añadir: Lo específico de la predicación dominicana es llegar hasta
el anuncio explícito del Evangelio. Es un ministerio que Pablo VI urgió con
toda fuerza en su exhortación apostólica Evangelio Nuntiandi. Esto es como
recordar a la Familia Dominicana su misión específica.
¿Por qué es necesaria hoy en día la predicación? En
primer lugar, por la importancia que tiene la predicación en el origen de la
comunidad cristiana. En el primer Pentecostés el punto de inflexión para tomar
el camino de la fe cristiana es la predicación de Pedro, el anuncio de la
muerte y la resurrección de Jesús en su primer sermón. “Al oír esto, dijeron (los oyentes) con el corazón compungido a Pedro y
a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? Pedro les contestó:
Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de nuestro
Señor Jesucristo, para remisión de los pecados, y recibiréis el don del
Espíritu Santo…” (Hch 2, 37-38). Por
consiguiente, el proceso de origen y formación de la comunidad cristiana es el
siguiente: predicación, escucha y conversión, bautismo para el perdón de los
pecados.
Se entiende, pues, la importancia trascendental de
la predicación. Ciertamente, es Dios quien abre “la puerta de la fe” (Hch 14,
27). Pero esto tiene lugar gracias a la predicación. Pablo insiste una y otra
vez en la importancia decisiva de la predicación para el acceso a la fe. “Pero, ¿cómo invocarán a aquel en quien no
han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se
les predique?... Por tanto, la fe viene de la predicación, y la predicación,
por la Palabra de Cristo” (Rm 10, 14-17). Por eso es necesaria la
predicación. Cuando se considera la enorme ignorancia del Evangelio y el
desconocimiento de la persona de Jesucristo que padecen la mayoría de los
cristianos y, por supuesto, los no cristianos, ¿cómo no recuperar la mística
dominicana de la predicación? Desde el Concilio Vaticano II hasta nuestros días
la Iglesia no ha cesado de hablar de la prioridad de la evangelización o de la
necesidad de una nueva evangelización. Es un órdago que afecta especialmente a
la Familia Dominicana.
En segundo lugar, porque muchas personas hoy están
necesitadas de encontrar sentido a sus vidas. El psicoanalista Viktor Frankl
insistió de forma acertada en la importancia del sentido: “El drama fundamental del ser humano –afirmaba- no es la falta de
placer, sino la falta de sentido. Sin placer –añadía- se puede vivir; sin
sentido solo cabe el suicidio”. En contraste con estos pensamientos, los
analistas de la cultura actual de la globalización y del bienestar insisten en
que ésta es una cultura o incultura abundante en placer y escasa en sentido,
abundante en política y escasa en mística.
Aquí tiene la predicación del mensaje evangélico una
excelente oportunidad para prestar un servicio urgente a la humanidad. El
Evangelio de Jesucristo es una fuente abundante de sentido. Es importante
encontrar sentido el verdadero sentido del éxito y el fracaso en la vida
humana. Es importante encontrar el verdadero sentido de la felicidad y del
sufrimiento, del encuentro personal y de la soledad, de la vida y de la muerte.
Y para ello ha de ser de gran ayuda el Evangelio, el conocimiento de
Jesucristo. Aquí hay que descubrir la verdadera razón y la trascendental
importancia de la predicación.
Fr. Felicísimo Martínez OP, autor de la entrada |
También es cierto que la predicación o el anuncio
del Evangelio deben acreditarse con la vida evangélica del predicador/ra y de
la comunidad predicadora. Esta fue una convicción profunda de Santo Domingo a
la hora de fundar la Nueva Orden de Predicadores. Él mismo renunció varias
veces al episcopado y no lo hace ni por humildad personal, ni por falta de
estima al ministerio episcopal. Lo hace porque está convencido de que la
eficacia de la predicación del Evangelio está en la eficacia de la Palabra y en
la acción del Espíritu. Y porque quiere acreditar la predicación del Evangelio
con su vida evangélica y con la vida evangélica de la comunidad. Resuena aquí aquella preocupación constante
de San Pablo: “para no desacreditar el
Evangelio”. ¡Cuántas veces sus actuaciones estaban inspiradas por esta
preocupación de “no desacreditar el Evangelio!”.
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