El barco pesquero del padre del autor |
Contexto
Quiero compartir esta mirada retrospectiva desde mi
distancia a la época en que tuve la suerte de nacer en una familia humilde en
los difíciles tiempos de la postguerra civil española, aproximándome
reconciliado con aquel horizonte histórico. Nací cinco días después del ataque
japonés a Pearl Harbour, en plena II Guerra Mundial. Tuve la fortuna de
disfrutar de una infancia feliz gracias a los padres que me tocó en suerte
tener, donde el amor, la dedicación, que se demostraban mis padres, nos
alimentó. En mi casa no había ni radios, ni televisión, sino tiempo para
hablar, jugar, trabajar y buenos ejemplos que reforzaban sus buenos consejos
para la vida.
En aquella época de la postguerra civil española no
se oía ni se conocían otros tipos de “familias” sugeridas por el enfoque
marxista. Todavía estaban lejos el mayo del 68 y la implantación de los
“matrimonios” gays y lesbianas, las parejas de hecho, ni existía el divorcio.
La familia que tuve en suerte que me acogiera a la existencia era una familia
nuclear según la institución tradicional cristiana. Se habían casado mis padres
en 1934. y somos dos hermanos y una hermana.
Mi padre, Adolfo, era un marinero, pescador del mar
Cantábrico, de Llastres (Asturias-España), muy trabajador, cuya única riqueza
según sus palabras y que, enseñándonos sus manos callosas, nos decía de vez en
cuando: “¡Esta es mi riqueza, mi salud, estas manos y toda mi vida dedicada a
vosotros para sacaros adelante!”. Mi madre, Pilar, era del pueblo campesino de
Lluces que al casarse con mi padre tuvo que ir a vivir a Llastres, pueblo
hermoso, pero donde no hay tierras de cultivo, ni ganadería, y donde sus gentes
solamente viven de lo que da la mar. La penuria económica era evidente con
todas sus penosas consecuencias especialmente en los duros inviernos en que no
podían ir a pescar a la mar. Durante mi infancia vi a decenas de jóvenes
marineros tuberculosos, mal alimentados, esperar la muerte. La mortalidad
infantil era aterradora en la postguerra.
La “cartilla de racionamiento” era utilizada
diariamente en las colas ante las tiendas. Para aportar medios de subsistencia
mi madre se trasladaba casi todas las tardes hasta la aldea de Lluces para
ayudar a sus hermanos agricultores, recibiendo así de ellos ayuda en alimentos
extraídos del campo y de la ganadería. Mi padre, durante la guerra, había sido
oficial del Ejército Republicano, elegido y obligado a dedo por destacar por su
inteligencia, cultura y personalidad. Tras un curso de seis meses le dieron
categoría de Oficial. Roto el frente de Asturias en octubre de 1937 y cayendo
prisionero, esta circunstancia le hizo estar en un Campo de Concentración en La
Guardia (Pontevedra), librándose de la pena de muerte en un Tribunal de Guerra,
siendo condenado a trabajos forzados. Un hermano de mi madre desapareció en un
bombardeo de la Legión Condor en el frente de Cangas de Onís. No apareció su
cuerpo. ¡Nunca oí palabras de odio ni de rencor por todo lo vivido y sufrido
durante la guerra, ni a mi abuela, ni a mis padres! Solo les oía decir después
de cualquier narración: ¡Que no vuelva más aquella locura!
Valores
Se aprende más de lo que se ve, que de lo que uno
oye. La educación que ahora valoro críticamente desde la distancia y con otra
perspectiva no solo fue muy positiva por los buenos consejos que nos decían
nuestros padres, por las normas razonadas y razonables que nos ponían, sino
especialmente por lo que ví en mi casa con sus ejemplos de amor, de honradez,
de educación, de respeto a las personas, de ayuda, de asumir las normas
coherentes que nos daban y de hacernos ser conscientes de los límites de
nuestros medios materiales de vida, de colaborar y ayudar en las tareas de la
mar, de acoger y ayudar dentro de lo posible a la gente necesitada.
Vi muchas veces a vecinas que pedían y recibían
ayuda en alimentos de mi madre, la vi respetar a las personas débiles, pobres,
hambrientos que abundaban todos los días por los pueblos pidiendo comida por
las casas, la vi acogiendo y dando de comer a pordioseros y tullidos de la
guerra a los que ella sentaba en la mesa de la cocina dándoles de comer. Nos
transmitían con su actitud y de palabra valores de respeto a los demás,
especialmente a las personas mayores, el sentido de la justicia, decir la
verdad, y obedecer dentro de las exigencias de un control parental adecuado a
nuestra edad de infancia y adolescencia.
La educación religiosa venía contrastada por una
visión crítica que mi padre nos compartía y que había recibido y vivido en el
ambiente familiar de mi abuela paterna, muy religiosa y de la influencia de un
dominico, el padre Secundino Martínez. Mi padre, sin saber nada de teología
tradicional, ni de Teología de la Retribución que, décadas más tarde,
desvelaría otro dominico, el Padre Chus Villarroel, nos alertaba sobre su
intuición crítica. Esta visión crítica del enfoque que tenía en aquel entonces
una “Iglesia de Cristiandad” la tenía mi padre en cuanto a la “religión”
cristiana que nos hacía reflexionar contrastándola con lo que en la postguerra
se nos estaba inculcando en las catequesis y en las Misiones Populares
predicadas por los Jesuitas, Capuchinos y Redentoristas.
En mi casa se rezaba siempre que había tiempo, de
vez en cuando antes de cenar, el Santo Rosario dirigido por mi madre. Mi padre
nos enseñó con su ejemplo la costumbre de rezar antes de dormir un “Padre
nuestro y dos Avemarías” después de darles un beso a ellos antes de acostarnos.
En nuestra casa se comentaba con temor y en voz baja los hechos vividos y
sufridos durante la guerra civil en Asturias. En su adolescencia, mi padre
había sido amigo (nacieron el mismo año) del que sería Mártir y Beato Ángel
Cuartas, asesinado en Oviedo en la Revolución de octubre de 1934.
Mi padre criticaba duramente los asesinatos
perpetrados por odio en Asturias y en otras partes de España de obispos, curas,
monjas y personas cuyos únicos “delitos” eran el ir a misa o ser católicos,
desaprobando la destrucción y quema de templos y conventos. A pesar de estas
ideas y sentimientos, mi padre, mi hermano y yo fuimos “represaliados” por
haber sido él Oficial del Ejército de la República. ¡Pero no captamos nunca en
él ni en mi madre palabras de rencor u odio por lo que vivieron! ¡Eran sanos e
inteligentes, equilibrados con la adultez que les había dado una vida nada
fácil, al menos para no inocularnos el odio y el rencor destructivo!
Pasados los años, pude comprobar la incorrecta
catequesis que se nos impartió, tanto en la iglesia parroquial como en la
escuela primaria que estaba en manos de una exmonja traumatizada por la
persecución religiosa y asesinatos en Barcelona durante la guerra civil. El
miedo a “dios”, que podía enviarnos al infierno y castigarnos por cualquier
pecado grave si no éramos “buenos” y al que teníamos que tener “contento” para
que no nos castigara se convirtió en la “niñera guardiana” de nuestra infancia
y adolescencia.
Nuestro drama religioso-moral siguió durante años
convirtiéndose en una frustración llena de temor y sentimientos de culpa
constantes pues nunca lográbamos con nuestras acciones y cumplimientos morales
ser del todo “buenos” para ganarnos con nuestros méritos el “cielo”. Por lo que
el “evangelio” terminó siendo una “mala noticia” molesta, antipática y casi
odiosa, a pesar de nuestros esfuerzos por intentar tener contento a aquel “dios
amenazador”. Se nos hablaba más de “dios” que de Jesus de Nazareth, nuestro
Salvador.
Algunos de mis amigos, pasada la adolescencia,
terminaron por desconectar de aquella idea de “dios” viviendo sumidos en la
indiferencia religiosa, otros en el agnosticismo. Mi educación escolar, desde
los tres años estuvo condicionada e influenciada por la formación recibida de
las ideas políticas, morales y religiosas del nacionalcatolicismo que se nos
“programaban” en un clima de miedo, culpabilizaciones y ausencia de defensas
críticas. El miedo se respiraba en la calle, en la escuela y en la iglesia.
Nuestra ignorancia y miedos se utilizaban como caldo de cultivo para la
inculcación política, moral y religiosa en las prédicas de las Misiones
populares, en la parroquia y en la escuela.
Este resumen hecho desde la perspectiva en este año
de 2019, me permite resumir que fuimos atendidos por nuestros padres en las
necesidades básicas materiales y psicológicas de acogida incondicional,
protección, atención y afecto, sin lujos y con muchas limitaciones que
asumíamos, pues sabíamos en qué “casa vivíamos y comíamos” y el medio hostil de
la mar dónde trabajaba mi padre al que tratábamos de ayudar y colaborar dentro
de lo que un niño pequeño puede hacer.
En el aspecto social, vimos en ellos ejemplos de las
mejores lecciones de respeto a los demás, de sociabilidad, de civismo, del buen
uso de la libertad responsable, de aprender a cuidar de nosotros mismos, de
elegir amistades sanas, de discernir a los buenos amigos y huir de las malas
compañías, de alegría y de sentido festivo de la vida a pesar de todas las
dificultades, de acogida y confianza sensata en la vida y en los demás, de
solidaridad, de compartir lo poco que teníamos, de valorar el sentido de
pertenencia a una familia, a una iglesia, a un país, de saber elegir los
valores que construyen a las personas y evitar los anti valores que destruyen,
de saber vivir a tenor de lo que se tiene y se puede dentro de unos límites.
También tuvimos la suerte de ver en ellos y vivir
unos valores de trascendencia y de sentido, de una fe “cristiana” a veces
deformada que con el tiempo iríamos depurando y acrisolando con nuestra
formación, vivencias y nuestro propio sentido crítico en todos los aspectos
dogmáticos, morales y “políticos” del nacionalcatolicismo que nos envolvía.
Cuando había preocupaciones por la falta de pesca o disgustos por pérdidas de
las redes por los temporales, enfermedades graves y operaciones médicas de mi
madre, lesiones laborales de mi padre a punto de morir por no disponer todavía
de antibióticos… todo ello lo vivíamos y sufríamos en una unión total asumiendo
cada uno lo mejor que podíamos nuestras pequeñas responsabilidades.
Tuve la fortuna de que un Maestro de Escuela, Don
Mariano Bru Martínez, me orientó para ir al Colegio de los Dominicos de la
Provincia del Santísimo Rosario de Filipinas. Allí, al igual que en los muchos
colegios de otras órdenes religiosas y seminarios, miles de adolescentes de
nuestra generación, pudieron recibir una formación que estaba inalcanzable para
los demás niños de familias humildes de la España de entonces. ¡Los colegios de
los frailes se convirtieron en la “Universidad” de miles de hijos de
labradores, mineros, pescadores, de familias humildes de la España de la
postguerra!
Resumiendo, puedo testimoniar que en nuestra casa se
respiraban y se asumían las limitaciones materiales de una humilde familia
marinera. ¡Pero mis padres y nosotros con ellos éramos “ricos” en expresiones
físicas de cariño, de atención y de su presencia en casa, de apoyo parental,
atención, diálogo, reparto proporcionado de responsabilidades a nuestra edad, control
parental con normas morales razonables, amonestaciones razonadas en los errores
distinguiendo “el pecado del pecador”, control que interpretábamos como
expresión del amor que nos tenían velando por nuestro bien, vivencias de
perdón, palabras de ánimo en las dificultades, nunca sufrimos castigos físicos,
aunque sí serias advertencias que iban acompañadas de razonamientos y de
cariño. Nos fueron dando ámbitos de libertad proporcional a la edad en que
íbamos creciendo, lo que reforzaba nuestra progresiva autoestima y confianza.
El estilo y actitudes que tenían nuestros padres con
nosotros eran de confianza en nosotros, flexibles, ni débiles ni rígidas, ni
autoritarios, ni permisivos, sino autoritativos definiendo las actividades de
manera racional y con sentido común. Las palabras de ánimo, de superación y
esfuerzo eran muy frecuentes en nuestras dificultades, estimulando y
reconociendo nuestros pequeños éxitos. Teníamos un ambiente de confiada
comunicación sintiéndonos escuchados y tenidos en cuenta.
Arriesgaban dejarnos tomar y ensayar experiencias e
iniciativas proporcionadas a nuestra edad confiando en nuestra libertad, lo que
era devuelto por nosotros reforzando la mutua confianza y nuestra autoestima.
En nuestra familia había una consigna muchas veces repetida por nuestros
padres: (En bable asturiano) ¡Fíos, tou lo que faigais faceilo con muchu
fegadin¡ (Del latin “fecatum” = hígado). Traducido: “¡Hijos, todo cuanto hagáis
hacedlo con mucho corazón o amor!”.
Cuando le dije a mi madre, pasados los años, que
quería ser profesor, el mejor tratado de psicopedagogía que pude tener en
cuenta en mi futura profesión docente en todos los niveles de la enseñanza,
fueron sus palabras. Ella que era “todo amor” me dijo. “¡Fiu, si esi ye el tu
destinu de dedicate a enseñar a rapacinos… quierilos muchu…! (“Hijo, si ese es
tu destino, el dedicarte a enseñar a adolescentes…has de quererlos mucho…!”).
En resumen, en nuestra familia hemos sido muy
afortunados y “ricos”, en medio de las muchas limitaciones materiales que suele
tener una familia pescadora, al ser acogidos, amados, atendidos en nuestras
necesidades materiales, psicológicas, afectivas, sociales, de sentido y
trascendencia, habiendo sido empapados en un clima de amor expresado por
nuestros padres a lo largo de su vida.
QUERIDO ALUMNO DE PIANO. COMO SIEMPRE, TAN ENTUSIASTA (del griego "entheos", estar en Dios). TU BUENA FAMILIA, TODO UN EEMPLO DE JUSTEZA (mejor justa que buena). SALUDOS A TU "Coro "Manín de LLastres". SI, ACASO, ENSAYÁIS "Agora non" (añada asturiana), MO OLVIDES ENVIÁRMELA. UN ABRAZO, SERGIO(a."Panizò")
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