La palabra “familia”
debería ser palabra sagrada. La expresión “familia humana” también debería ser
sagrada. Pertenecer a la familia humana debería ser garantía de seguridad.
Decir familia quiere decir solidaridad, cuidado mutuo, convivencia fraterna y
sororal, ambiente acogedor, hogar… ¿Es esto lo que experimentamos en nuestro
mundo? ¿Podemos llamar familia a los millones de personas que habitamos este
planeta? ¿En qué mundo vivimos?
Hablamos de familia
humana, porque todos, hombres y mujeres de distintas razas y culturas,
compartimos la misma condición humana. En terminología bíblica todos somos
hermanos y hermanas, hijos e hijas de Dios, todos constituimos la gran familia
humana. Pero nuestra condición humana está muy condicionada cultural, política,
económica, religiosamente… Y condicionada está también la convivencia, que debe
ser el ideal supremo de cualquier familia.
Pensando en una convivencia verdaderamente familiar, hemos de
preguntarnos: ¿en qué mundo vivimos?
Vivimos en un mundo de
paradojas y contrastes. Es un mundo que se balancea a toda velocidad entre dos
extremos. Por una parte, el discurso sobre la igualdad de derechos de todos los
seres humanos; por otra parte, unas desigualdades vergonzantes entre los
pueblos y los grupos sociales. Por una parte, unas sociedades del bienestar y
por otra unas sociedades del malestar. Por una parte, unas sociedades
derrochando riquezas y por otra unas sociedades padeciendo todas las desgracias
que lleva consigo la pobreza. Por una parte, un desarrollo acelerado de la
ciencia y la técnica, por otra un debilitamiento progresivo de la ética.
Entre la paradoja y el
contraste está el misterio de la familia humana. ¿En qué mundo vivimos? ¿Hasta
qué punto podemos hablar de una verdadera familia humana? El balanceo entre los
extremos, entre “por una parte” y “por otra parte”, está sometido a dos rasgos
preocupantes del mundo actual: el desequilibrio y la aceleración. El
desequilibrio en el balanceo no nos permite hacer pie, encontrar tierra firme
para la vivencia y la convivencia. La aceleración no da tiempo para digerir
psicológicamente tantas paradojas y contrastes. En la aceleración es casi
imposible la vivencia y la convivencia.
Queremos seguir pensando
el conjunto de la humanidad como única familia humana. Pero en nuestro mundo
destacan más la fragmentación y la confrontación que la unidad y el encuentro.
No hay una sola familia humana. Hay muchas familias, por llamarlas de alguna
forma. Hay bloques políticos y económicos enfrentados. Hay grupos étnicos en
permanente conflicto. Hay nacionalismos agresivamente cerrados sobre sí mismos.
Hay mucha fragmentación y muy profunda para hablar alegremente de la familia
humana. O, por lo menos, se trata de una familia muy fragmentada, lo cual dice
poco a favor de la armonía familiar.
Es cierto que frente a la
fragmentación crece cada día más la globalización. Si esta se encaminara en una
dirección correcta, podría convertir la fragmentación en una familia múltiple,
en la que la diversidad sería enriquecedora y provechosa para todos. Cuanta más
variedad hay en una familia, tanto mejor. Cuanta más variedad étnica, cultural,
religiosa en la familia humana, tanto mejor. Pero la globalización no parece
caminar en esa dirección. Se ha impuesto la globalización económica y comercial
sobre todas las demás globalizaciones. En vez de dar lugar a una mayor comunión
entre los miembros de la familia humana, está contribuyendo a agrandar las
desigualdades y los conflictos. Sigue el discurso retórico sobre la igualdad de
oportunidades.
Pero la realidad es otra:
cada vez se hace más escandalosa la desigualdad de oportunidades; cada vez es
mayor la brecha entre las sociedades del bienestar y las sociedades del
malestar. El drama de la emigración es el reflejo perfecto del fracaso de la
globalización económica. Por una parte, ha seducido a las masas pobres con el
sueño del paraíso que ofrecen las sociedades del bienestar. Por otra parte, a
base de explotación de sus recursos, han sumido en la pobreza y en dramáticas
condiciones de vida a los pueblos más empobrecidos. La globalización no ha
conseguido anudar los lazos familiares de la humanidad. Ni se ha propuesto
fomentar la igualdad de oportunidades. Hoy el poder está donde están el
conocimiento, la ciencia, las nuevas tecnologías.
¿Qué ha sucedido para que
un mundo con tantas oportunidades esté perdiendo el norte de esta manera?
Probablemente la clave hay que buscarla en el divorcio entre la ética y la
política, entre la ética y la economía, entre la ética y la técnica. En nombre
de la ética los autores clásicos denunciaban la usura. En nombre de la ética
hoy se llega, en el mejor de los casos, a perseguir la corrupción, que es una
usura ya consumada. Probablemente el gran problema de la familia humana hoy es
que no tenemos mística para tanta política, no tenemos justicia para tanta
economía, no tenemos ética para tanta técnica y tanto progreso científico. El
gran desafío para reconstruir el tejido familiar de la familia humana es la
recuperación de la ética.
¿Desde qué observatorio
hemos de contemplar la familia humana? Los profetas de Israel estaban
completamente acertados cuando hicieron de los pobres el gran observatorio de
la salud familiar del pueblo de Israel. Lo tenían muy claro: la mera existencia
de los pobres era señal clara de que el pueblo de la alianza había fracasado.
La lección sigue siendo actual: mientras existan pobres en esta tierra, la
familia humana debe considerarse fracasada, al menos en parte. No podremos
hablar de la familia humana sin sonrojo hasta que todos los seres humanos estén
sentados a la mesa, compartiendo los bienes de la tierra en solidaridad, en
armonía e igualdad.
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