viernes, 12 de julio de 2019


La Provincia de Nuestra Señora del Rosario es una familia internacional, con una diversidad multicultural grande y, por tanto, con unos desafíos enormes. Extendida desde Japón a Venezuela, cuenta con presencias en 13 países y sus actividades, ministerios, edades y responsabilidades se multiplican y diversifican, dentro de la mejor posible unidad.



La familia es la célula de la sociedad, básicamente fundamentada en una alianza de dos personas que buscando la comunión y con firme y profunda determinación deciden vivir el uno para el otro, removiendo todo sentimiento egocentrista, adoptando una postura de pertenencia, comunión, servicio, generosidad y dando preferencia al bien del otro como fuente de satisfacción, fruto del amor de benevolencia. Los esposos se embarcan en una aventura de respeto, donde la diversidad y la pluralidad no ha de ser elemento de desunión sino vínculo de unidad y deseo constante para descubrir más y más quien es el otro, su psicología, historia, cualidades, defectos y, sobre todo, su pertenencia e identificación con el bien común del hogar que han formado y quieren construir juntos para que los hijos crezcan en ese ambiente de calor humano.



La comunidad Provincial es también así. Misteriosa y providencialmente hemos sido llamados a formar parte de esta gran familia divina y dominicana cuyo carisma fundamental es la predicación, la misión hacia los que aún no han oído el mensaje del evangelio o que, por múltiples causas y razones se ven inmersos en la sociedad contemporánea sorda.



El progresivo discernimiento durante los años de formación va desvelando poco a poco los grandes desafíos de la internacionalidad y pluralidad de culturas de los que eventualmente quieren y piden la profesión, pasando a formar parte de la familia de Sto. Domingo en la Provincia del Rosario. Ni edad, ni cultura, ni nacionalidad, ni condiciones sociales o familiares han de ser ni pueden ser un obstáculo para el compromiso con la unidad y la pertenencia que todos queremos y deseamos conseguir.



De ahí la importancia de la disposición radical y fundamental de todos y cada uno de los que llaman a nuestra puerta de aceptar y entender básica y fundamentalmente el carácter de lo que implica tener un mismo corazón, unos mismos ideales siendo conscientes de la diversidad y pluralidad de culturas, lenguas, formación y lazos familiares. Queremos seguir siendo lo que somos, pero con una nueva dimensión fundamental: juntos optamos por vivir como hermanos con un mismo corazón, unos mismos ideales y un ministerio idéntico abrazando y planificando actividades comunes con generosidad y amplitud de espíritu.



No se trata de suprimir sino de integrar, no queremos descalificar sino aunar esfuerzos y enriquecernos con todo lo bueno que hay y descubrimos en la diversidad de culturas, lenguas y psicologías. Redescubrir el carácter internacional y misionero de los frailes de la Provincia continúa siendo un desafío histórico. No podemos definirnos simplemente por nuestra condición, historia, temperamento, talentos, desarrollos y convicciones.



Hemos de comprender que el ¨yo¨ es inseparable del ¨tú¨ aunque yo no sea como tú, compartimos un mismo carisma, aceptamos la tarea de construir comunidad más allá de las fronteras de nuestra comunidad, para hacer de todos los hermanos la gran familia de comunión y fraternidad: la Orden, la Provincia. Esto no es posible sin ti, aún cuando como dice el adagio ¨ojos que no ven corazón que no siente¨. No podemos decir que no somos familia, dominicos y miembros de la Provincia del Rosario porque yo no veo a quienes sufren y trabajan en Venezuela donde todo falta en este momento, no podemos permanecer indiferente antes las necesidades de las nuevas presencias que estamos estableciendo en Myanmar, China, Corea, Timor del Este porque no he estado allí o porque los hermanos vivimos a 20.000 km. de distancia.



El sentido de pertenencia, comunión e integración va más allá de los límites geográficos y radica en la unidad de la familia a la que pertenecemos, hoy tan diversa de la realidad histórica que yo conocí cuando ingresé en la Provincia sin saberlo. Ha sido necesario que en el transcurso de la vida y el devenir de la historia fuera enamorándome progresivamente de lo que significa ser discípulo de Jesús y parte de una gran familia como la nuestra. Pero eso no me exime de la obligación de seguir reflexionando y discerniendo hacia dónde caminamos y cómo hemos de proceder para que todos seamos felices y disfrutemos del gran don de la unidad en el vínculo de la caridad.



Para construir vínculos de fraternidad y unidad todos los que hemos profesado hemos de esforzarnos por mantener respecto, comunión, pluralidad y evitar todo sentimiento de ingratitud que crea heridas y distancia; desechar todo sentimiento de culpabilidad o de resentimiento ya que en el proceso formación y de vivir juntos no han faltado ni faltarán situaciones difíciles y hasta incomprensiones que no han sido causadas a propósito pero que se han dado; insistir constantemente en lo positivo más que lo negativo sobre todo cuando la irritabilidad se apoya en temperamentos, heridas históricas y diversidad de convicciones que afloran en tantos sentimientos con tendencia a separarse de los demás; estamos comprometidos a un diálogo constructivo, fraterno y decisivo que no está en oposición con la virtud de la obediencia, centro de nuestra fraternidad y de disponibilidad para ser enviados donde seamos necesarios y mientras podamos ayudar; aceptar la realidad de nuestras frustraciones y desilusiones, de nuestras sospechas y miedos a optar por un futuro sin fronteras donde lo desconocido puede frenar acciones que el Espíritu pone en nuestro camino por medio del profetismo comunitario.



Nunca podremos olvidar que nuestra comunión es inseparable del misterio de Cristo. Él es nuestro centro y no nos abandona y sabemos que está con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28, 20), pero esto no quiere decir que no tengamos un trabajo que hacer para sentirnos en casa, respectados, aceptados, reconocidos no como amigos, sino como hermanos. De ahí la necesidad de una gratitud infinita hacia el don de la vocación que da la gracia de la perseverancia y la generosidad que necesitamos para vivir profundamente convencidos el carisma recibido. 



Éste ha de germinar, desarrollarse y dar fruto junto con los hermanos en la comunidad, con el ejemplo de nuestra calidad de vida y la palabra que se nutre del calor de la gracia y del vínculo de la caridad porque hemos llegado por diferentes caminos para abrazarnos con generosidad con aquellos que también escucharon la voz de la llamada a tener y vivir con un mismo corazón y un mismo espíritu, sabiendo perdonar y disculpar los defectos de los demás como un gran heroísmo y generosa abnegación.



En los últimos años la internacionalidad de la provincia y de las comunidades se ha intensificado y un tercio de la provincia ya no somos españoles, algo que habíamos olvidado desde los principios de los años 70 cuando las nuevas entidades de Filipinas, Vietnam y Taiwán fueron creadas. Esta realidad ha sorprendido, pero está dinamizando la vida de la Provincia y poco a poco vamos ganando en experiencia e integrándonos más. Esto no quiere decir que hayamos concluido la tarea, no, ésta ha de ser una constante durante los años en que esta realidad se mantenga.



Tenemos una gran confianza en lo que se ha iniciado y esperamos que la integración iniciada se robustezca e incremente los lazos de la fraternidad y de la unidad aun cuando haya y sabemos que continuará habiendo sus dificultades humanas, históricas y culturales, pero abrigamos la convicción de que todo es posible cuando hay una generosidad profunda y radical en los hermanos  y una voluntad firme con el ideal que hemos profesado de ser y vivir en comunidad, respeto y diversidad en una unidad pluralista y diversa capaz de responder más eficazmente a las exigencias de la misión común. 

¿Familia humana?, por Fr. Felicísimo Martínez Díez OP


La palabra “familia” debería ser palabra sagrada. La expresión “familia humana” también debería ser sagrada. Pertenecer a la familia humana debería ser garantía de seguridad. Decir familia quiere decir solidaridad, cuidado mutuo, convivencia fraterna y sororal, ambiente acogedor, hogar… ¿Es esto lo que experimentamos en nuestro mundo? ¿Podemos llamar familia a los millones de personas que habitamos este planeta? ¿En qué mundo vivimos?

Hablamos de familia humana, porque todos, hombres y mujeres de distintas razas y culturas, compartimos la misma condición humana. En terminología bíblica todos somos hermanos y hermanas, hijos e hijas de Dios, todos constituimos la gran familia humana. Pero nuestra condición humana está muy condicionada cultural, política, económica, religiosamente… Y condicionada está también la convivencia, que debe ser el ideal supremo de cualquier familia.  Pensando en una convivencia verdaderamente familiar, hemos de preguntarnos: ¿en qué mundo vivimos?

Vivimos en un mundo de paradojas y contrastes. Es un mundo que se balancea a toda velocidad entre dos extremos. Por una parte, el discurso sobre la igualdad de derechos de todos los seres humanos; por otra parte, unas desigualdades vergonzantes entre los pueblos y los grupos sociales. Por una parte, unas sociedades del bienestar y por otra unas sociedades del malestar. Por una parte, unas sociedades derrochando riquezas y por otra unas sociedades padeciendo todas las desgracias que lleva consigo la pobreza. Por una parte, un desarrollo acelerado de la ciencia y la técnica, por otra un debilitamiento progresivo de la ética.

Entre la paradoja y el contraste está el misterio de la familia humana. ¿En qué mundo vivimos? ¿Hasta qué punto podemos hablar de una verdadera familia humana? El balanceo entre los extremos, entre “por una parte” y “por otra parte”, está sometido a dos rasgos preocupantes del mundo actual: el desequilibrio y la aceleración. El desequilibrio en el balanceo no nos permite hacer pie, encontrar tierra firme para la vivencia y la convivencia. La aceleración no da tiempo para digerir psicológicamente tantas paradojas y contrastes. En la aceleración es casi imposible la vivencia y la convivencia.

Queremos seguir pensando el conjunto de la humanidad como única familia humana. Pero en nuestro mundo destacan más la fragmentación y la confrontación que la unidad y el encuentro. No hay una sola familia humana. Hay muchas familias, por llamarlas de alguna forma. Hay bloques políticos y económicos enfrentados. Hay grupos étnicos en permanente conflicto. Hay nacionalismos agresivamente cerrados sobre sí mismos. Hay mucha fragmentación y muy profunda para hablar alegremente de la familia humana. O, por lo menos, se trata de una familia muy fragmentada, lo cual dice poco a favor de la armonía familiar.

Es cierto que frente a la fragmentación crece cada día más la globalización. Si esta se encaminara en una dirección correcta, podría convertir la fragmentación en una familia múltiple, en la que la diversidad sería enriquecedora y provechosa para todos. Cuanta más variedad hay en una familia, tanto mejor. Cuanta más variedad étnica, cultural, religiosa en la familia humana, tanto mejor. Pero la globalización no parece caminar en esa dirección. Se ha impuesto la globalización económica y comercial sobre todas las demás globalizaciones. En vez de dar lugar a una mayor comunión entre los miembros de la familia humana, está contribuyendo a agrandar las desigualdades y los conflictos. Sigue el discurso retórico sobre la igualdad de oportunidades.

Pero la realidad es otra: cada vez se hace más escandalosa la desigualdad de oportunidades; cada vez es mayor la brecha entre las sociedades del bienestar y las sociedades del malestar. El drama de la emigración es el reflejo perfecto del fracaso de la globalización económica. Por una parte, ha seducido a las masas pobres con el sueño del paraíso que ofrecen las sociedades del bienestar. Por otra parte, a base de explotación de sus recursos, han sumido en la pobreza y en dramáticas condiciones de vida a los pueblos más empobrecidos. La globalización no ha conseguido anudar los lazos familiares de la humanidad. Ni se ha propuesto fomentar la igualdad de oportunidades. Hoy el poder está donde están el conocimiento, la ciencia, las nuevas tecnologías.

¿Qué ha sucedido para que un mundo con tantas oportunidades esté perdiendo el norte de esta manera? Probablemente la clave hay que buscarla en el divorcio entre la ética y la política, entre la ética y la economía, entre la ética y la técnica. En nombre de la ética los autores clásicos denunciaban la usura. En nombre de la ética hoy se llega, en el mejor de los casos, a perseguir la corrupción, que es una usura ya consumada. Probablemente el gran problema de la familia humana hoy es que no tenemos mística para tanta política, no tenemos justicia para tanta economía, no tenemos ética para tanta técnica y tanto progreso científico. El gran desafío para reconstruir el tejido familiar de la familia humana es la recuperación de la ética.

¿Desde qué observatorio hemos de contemplar la familia humana? Los profetas de Israel estaban completamente acertados cuando hicieron de los pobres el gran observatorio de la salud familiar del pueblo de Israel. Lo tenían muy claro: la mera existencia de los pobres era señal clara de que el pueblo de la alianza había fracasado. La lección sigue siendo actual: mientras existan pobres en esta tierra, la familia humana debe considerarse fracasada, al menos en parte. No podremos hablar de la familia humana sin sonrojo hasta que todos los seres humanos estén sentados a la mesa, compartiendo los bienes de la tierra en solidaridad, en armonía e igualdad.

martes, 9 de julio de 2019

TRES PAÍSES, TRES MANERAS DE VIVIR LA FE EN FAMILIA: ESPAÑA, por Faustino Martínez


El barco pesquero del padre del autor
Contexto

Quiero compartir esta mirada retrospectiva desde mi distancia a la época en que tuve la suerte de nacer en una familia humilde en los difíciles tiempos de la postguerra civil española, aproximándome reconciliado con aquel horizonte histórico. Nací cinco días después del ataque japonés a Pearl Harbour, en plena II Guerra Mundial. Tuve la fortuna de disfrutar de una infancia feliz gracias a los padres que me tocó en suerte tener, donde el amor, la dedicación, que se demostraban mis padres, nos alimentó. En mi casa no había ni radios, ni televisión, sino tiempo para hablar, jugar, trabajar y buenos ejemplos que reforzaban sus buenos consejos para la vida.

En aquella época de la postguerra civil española no se oía ni se conocían otros tipos de “familias” sugeridas por el enfoque marxista. Todavía estaban lejos el mayo del 68 y la implantación de los “matrimonios” gays y lesbianas, las parejas de hecho, ni existía el divorcio. La familia que tuve en suerte que me acogiera a la existencia era una familia nuclear según la institución tradicional cristiana. Se habían casado mis padres en 1934. y somos dos hermanos y una hermana.

Mi padre, Adolfo, era un marinero, pescador del mar Cantábrico, de Llastres (Asturias-España), muy trabajador, cuya única riqueza según sus palabras y que, enseñándonos sus manos callosas, nos decía de vez en cuando: “¡Esta es mi riqueza, mi salud, estas manos y toda mi vida dedicada a vosotros para sacaros adelante!”. Mi madre, Pilar, era del pueblo campesino de Lluces que al casarse con mi padre tuvo que ir a vivir a Llastres, pueblo hermoso, pero donde no hay tierras de cultivo, ni ganadería, y donde sus gentes solamente viven de lo que da la mar. La penuria económica era evidente con todas sus penosas consecuencias especialmente en los duros inviernos en que no podían ir a pescar a la mar. Durante mi infancia vi a decenas de jóvenes marineros tuberculosos, mal alimentados, esperar la muerte. La mortalidad infantil era aterradora en la postguerra.

La “cartilla de racionamiento” era utilizada diariamente en las colas ante las tiendas. Para aportar medios de subsistencia mi madre se trasladaba casi todas las tardes hasta la aldea de Lluces para ayudar a sus hermanos agricultores, recibiendo así de ellos ayuda en alimentos extraídos del campo y de la ganadería. Mi padre, durante la guerra, había sido oficial del Ejército Republicano, elegido y obligado a dedo por destacar por su inteligencia, cultura y personalidad. Tras un curso de seis meses le dieron categoría de Oficial. Roto el frente de Asturias en octubre de 1937 y cayendo prisionero, esta circunstancia le hizo estar en un Campo de Concentración en La Guardia (Pontevedra), librándose de la pena de muerte en un Tribunal de Guerra, siendo condenado a trabajos forzados. Un hermano de mi madre desapareció en un bombardeo de la Legión Condor en el frente de Cangas de Onís. No apareció su cuerpo. ¡Nunca oí palabras de odio ni de rencor por todo lo vivido y sufrido durante la guerra, ni a mi abuela, ni a mis padres! Solo les oía decir después de cualquier narración: ¡Que no vuelva más aquella locura!

Valores

Se aprende más de lo que se ve, que de lo que uno oye. La educación que ahora valoro críticamente desde la distancia y con otra perspectiva no solo fue muy positiva por los buenos consejos que nos decían nuestros padres, por las normas razonadas y razonables que nos ponían, sino especialmente por lo que ví en mi casa con sus ejemplos de amor, de honradez, de educación, de respeto a las personas, de ayuda, de asumir las normas coherentes que nos daban y de hacernos ser conscientes de los límites de nuestros medios materiales de vida, de colaborar y ayudar en las tareas de la mar, de acoger y ayudar dentro de lo posible a la gente necesitada.

Vi muchas veces a vecinas que pedían y recibían ayuda en alimentos de mi madre, la vi respetar a las personas débiles, pobres, hambrientos que abundaban todos los días por los pueblos pidiendo comida por las casas, la vi acogiendo y dando de comer a pordioseros y tullidos de la guerra a los que ella sentaba en la mesa de la cocina dándoles de comer. Nos transmitían con su actitud y de palabra valores de respeto a los demás, especialmente a las personas mayores, el sentido de la justicia, decir la verdad, y obedecer dentro de las exigencias de un control parental adecuado a nuestra edad de infancia y adolescencia.

La educación religiosa venía contrastada por una visión crítica que mi padre nos compartía y que había recibido y vivido en el ambiente familiar de mi abuela paterna, muy religiosa y de la influencia de un dominico, el padre Secundino Martínez. Mi padre, sin saber nada de teología tradicional, ni de Teología de la Retribución que, décadas más tarde, desvelaría otro dominico, el Padre Chus Villarroel, nos alertaba sobre su intuición crítica. Esta visión crítica del enfoque que tenía en aquel entonces una “Iglesia de Cristiandad” la tenía mi padre en cuanto a la “religión” cristiana que nos hacía reflexionar contrastándola con lo que en la postguerra se nos estaba inculcando en las catequesis y en las Misiones Populares predicadas por los Jesuitas, Capuchinos y Redentoristas.

En mi casa se rezaba siempre que había tiempo, de vez en cuando antes de cenar, el Santo Rosario dirigido por mi madre. Mi padre nos enseñó con su ejemplo la costumbre de rezar antes de dormir un “Padre nuestro y dos Avemarías” después de darles un beso a ellos antes de acostarnos. En nuestra casa se comentaba con temor y en voz baja los hechos vividos y sufridos durante la guerra civil en Asturias. En su adolescencia, mi padre había sido amigo (nacieron el mismo año) del que sería Mártir y Beato Ángel Cuartas, asesinado en Oviedo en la Revolución de octubre de 1934.

Mi padre criticaba duramente los asesinatos perpetrados por odio en Asturias y en otras partes de España de obispos, curas, monjas y personas cuyos únicos “delitos” eran el ir a misa o ser católicos, desaprobando la destrucción y quema de templos y conventos. A pesar de estas ideas y sentimientos, mi padre, mi hermano y yo fuimos “represaliados” por haber sido él Oficial del Ejército de la República. ¡Pero no captamos nunca en él ni en mi madre palabras de rencor u odio por lo que vivieron! ¡Eran sanos e inteligentes, equilibrados con la adultez que les había dado una vida nada fácil, al menos para no inocularnos el odio y el rencor destructivo!

Pasados los años, pude comprobar la incorrecta catequesis que se nos impartió, tanto en la iglesia parroquial como en la escuela primaria que estaba en manos de una exmonja traumatizada por la persecución religiosa y asesinatos en Barcelona durante la guerra civil. El miedo a “dios”, que podía enviarnos al infierno y castigarnos por cualquier pecado grave si no éramos “buenos” y al que teníamos que tener “contento” para que no nos castigara se convirtió en la “niñera guardiana” de nuestra infancia y adolescencia.

Nuestro drama religioso-moral siguió durante años convirtiéndose en una frustración llena de temor y sentimientos de culpa constantes pues nunca lográbamos con nuestras acciones y cumplimientos morales ser del todo “buenos” para ganarnos con nuestros méritos el “cielo”. Por lo que el “evangelio” terminó siendo una “mala noticia” molesta, antipática y casi odiosa, a pesar de nuestros esfuerzos por intentar tener contento a aquel “dios amenazador”. Se nos hablaba más de “dios” que de Jesus de Nazareth, nuestro Salvador.

Algunos de mis amigos, pasada la adolescencia, terminaron por desconectar de aquella idea de “dios” viviendo sumidos en la indiferencia religiosa, otros en el agnosticismo. Mi educación escolar, desde los tres años estuvo condicionada e influenciada por la formación recibida de las ideas políticas, morales y religiosas del nacionalcatolicismo que se nos “programaban” en un clima de miedo, culpabilizaciones y ausencia de defensas críticas. El miedo se respiraba en la calle, en la escuela y en la iglesia. Nuestra ignorancia y miedos se utilizaban como caldo de cultivo para la inculcación política, moral y religiosa en las prédicas de las Misiones populares, en la parroquia y en la escuela.

Este resumen hecho desde la perspectiva en este año de 2019, me permite resumir que fuimos atendidos por nuestros padres en las necesidades básicas materiales y psicológicas de acogida incondicional, protección, atención y afecto, sin lujos y con muchas limitaciones que asumíamos, pues sabíamos en qué “casa vivíamos y comíamos” y el medio hostil de la mar dónde trabajaba mi padre al que tratábamos de ayudar y colaborar dentro de lo que un niño pequeño puede hacer.

En el aspecto social, vimos en ellos ejemplos de las mejores lecciones de respeto a los demás, de sociabilidad, de civismo, del buen uso de la libertad responsable, de aprender a cuidar de nosotros mismos, de elegir amistades sanas, de discernir a los buenos amigos y huir de las malas compañías, de alegría y de sentido festivo de la vida a pesar de todas las dificultades, de acogida y confianza sensata en la vida y en los demás, de solidaridad, de compartir lo poco que teníamos, de valorar el sentido de pertenencia a una familia, a una iglesia, a un país, de saber elegir los valores que construyen a las personas y evitar los anti valores que destruyen, de saber vivir a tenor de lo que se tiene y se puede dentro de unos límites.

También tuvimos la suerte de ver en ellos y vivir unos valores de trascendencia y de sentido, de una fe “cristiana” a veces deformada que con el tiempo iríamos depurando y acrisolando con nuestra formación, vivencias y nuestro propio sentido crítico en todos los aspectos dogmáticos, morales y “políticos” del nacionalcatolicismo que nos envolvía. Cuando había preocupaciones por la falta de pesca o disgustos por pérdidas de las redes por los temporales, enfermedades graves y operaciones médicas de mi madre, lesiones laborales de mi padre a punto de morir por no disponer todavía de antibióticos… todo ello lo vivíamos y sufríamos en una unión total asumiendo cada uno lo mejor que podíamos nuestras pequeñas responsabilidades.

Tuve la fortuna de que un Maestro de Escuela, Don Mariano Bru Martínez, me orientó para ir al Colegio de los Dominicos de la Provincia del Santísimo Rosario de Filipinas. Allí, al igual que en los muchos colegios de otras órdenes religiosas y seminarios, miles de adolescentes de nuestra generación, pudieron recibir una formación que estaba inalcanzable para los demás niños de familias humildes de la España de entonces. ¡Los colegios de los frailes se convirtieron en la “Universidad” de miles de hijos de labradores, mineros, pescadores, de familias humildes de la España de la postguerra!

Resumiendo, puedo testimoniar que en nuestra casa se respiraban y se asumían las limitaciones materiales de una humilde familia marinera. ¡Pero mis padres y nosotros con ellos éramos “ricos” en expresiones físicas de cariño, de atención y de su presencia en casa, de apoyo parental, atención, diálogo, reparto proporcionado de responsabilidades a nuestra edad, control parental con normas morales razonables, amonestaciones razonadas en los errores distinguiendo “el pecado del pecador”, control que interpretábamos como expresión del amor que nos tenían velando por nuestro bien, vivencias de perdón, palabras de ánimo en las dificultades, nunca sufrimos castigos físicos, aunque sí serias advertencias que iban acompañadas de razonamientos y de cariño. Nos fueron dando ámbitos de libertad proporcional a la edad en que íbamos creciendo, lo que reforzaba nuestra progresiva autoestima y confianza.

El estilo y actitudes que tenían nuestros padres con nosotros eran de confianza en nosotros, flexibles, ni débiles ni rígidas, ni autoritarios, ni permisivos, sino autoritativos definiendo las actividades de manera racional y con sentido común. Las palabras de ánimo, de superación y esfuerzo eran muy frecuentes en nuestras dificultades, estimulando y reconociendo nuestros pequeños éxitos. Teníamos un ambiente de confiada comunicación sintiéndonos escuchados y tenidos en cuenta.

Arriesgaban dejarnos tomar y ensayar experiencias e iniciativas proporcionadas a nuestra edad confiando en nuestra libertad, lo que era devuelto por nosotros reforzando la mutua confianza y nuestra autoestima. En nuestra familia había una consigna muchas veces repetida por nuestros padres: (En bable asturiano) ¡Fíos, tou lo que faigais faceilo con muchu fegadin¡ (Del latin “fecatum” = hígado). Traducido: “¡Hijos, todo cuanto hagáis hacedlo con mucho corazón o amor!”.

Cuando le dije a mi madre, pasados los años, que quería ser profesor, el mejor tratado de psicopedagogía que pude tener en cuenta en mi futura profesión docente en todos los niveles de la enseñanza, fueron sus palabras. Ella que era “todo amor” me dijo. “¡Fiu, si esi ye el tu destinu de dedicate a enseñar a rapacinos… quierilos muchu…! (“Hijo, si ese es tu destino, el dedicarte a enseñar a adolescentes…has de quererlos mucho…!”).

En resumen, en nuestra familia hemos sido muy afortunados y “ricos”, en medio de las muchas limitaciones materiales que suele tener una familia pescadora, al ser acogidos, amados, atendidos en nuestras necesidades materiales, psicológicas, afectivas, sociales, de sentido y trascendencia, habiendo sido empapados en un clima de amor expresado por nuestros padres a lo largo de su vida.

lunes, 8 de julio de 2019

PERSPECTIVA FAMILIAR EN SALIDA, Fr. Pedro Juan Alonso OP


AMANECER, en este nuevo número, quiere recoger toda una serie de experiencias sobre la vida familiar en tan diversas culturas donde la Provincia del Santo Rosario está presente. Vivimos la fraternidad (sororidad), en nuestras comunidades. Somos familia con otros hermanos nuestros que nos están cercanos por carisma (familia dominicana), por compartir un camino de Iglesia y por pertenecer a la gran familia humana. Por tanto, queremos expresar toda la red familiar en la que nos vemos envueltos. En la gran familia humana los tipos culturales de familia arrojan tal diversidad de situaciones, que nos alertan para ponernos a la escucha y nos dice cómo no podemos ser felices solos, cómo necesitamos a los demás y cómo necesitamos abrir nuevas perspectivas para vernos desde otros ángulos y percepciones multicolores.



La experiencia bíblica de los orígenes nos habla de la familia bendecida que ni siquiera sucumbió con “el pecado” de la primera pareja; que sigue bendecida incluso después del diluvio y con la expresa realización de la bendición de la descendencia en Abrahán y en Jacob. No solo eso, familias probadas y tentadas como la de Job, terminan por verse recompensada con dones, entre los más importantes los hijos numerosos. No digamos de Tobías que, aún tentado y desterrado fuera de su tierra, resiste la dificultad y vive los auténticos valores de la familia judía.



Resalta también la experiencia de Rut, la moabita, que tiene que salir de su tierra, hacer otra experiencia, cambiar de perspectiva para ser feliz allí, en Belén, pero saliendo de su tierra, Moab. Rut ve la misericordia que Dios le ha hecho, cómo ha sido bendecida, aceptando la pérdida del país y la familia, con lo nuevo, y sin abandonar a su suegra, Noemí; Booz acoge a la extranjera y excluida, para rehabilitarla, aunque sea a base infrigir normas, leyes… o tenga que tomar riesgos. El futuro de Rut se construye saliendo. El futuro doloroso puede llevar a tomar un camino nuevo, desde una nueva perspectiva. Hay experiencias que nos abren, interlocutores que ayudan a comprender y no replegarnos y morir tranquilamente.



Las experiencias del pueblo de Israel en Egipto o en Babilonia son salidas que generaron vida y esperanza, sin ocultar el riesgo y la valentía de experimentar a Dios de otra manera.



Tampoco se ahorra la experiencia bíblica narrar el atentado de Caín contra su familia, la irreverencia de Cam contra su padre Noé, el engaño de Jacob, las envidias y tramas de los hijos de éste contra su hermano José, las intrigas del rey David y sus venganzas que terminaron en derramamiento de sangre. Nuestro Dios quiso nacer y vivir en una familia; quiso aprender a respetar, compartir, recibir cariño. En ese ambiente familiar se le reveló lo que después Él va a abrir al mundo, la gran familia.



La singularidad de la familia de Jesús, María y José no es un simple modelo, porque vivieron toda una serie de valores humanos y religiosos (amor, ternura, fidelidad, don de sí mismos, trabajo, dificultades, dudas, …), indicativos en toda familia que quiera ser feliz, sino porque fue una familia en la que el hijo fue una elección y vocación clara de adopción. María y José entendieron la excepcionalidad de la concepción de Jesús. Más que presentar un modelo de familia, los evangelios nos presentan a Jesús, con raíces históricas y circunstancias concretas, viviendo en familia con sus crisis y avatares diarios.



La familia es y sigue siendo un patrimonio de la humanidad a conservar y extender. No nos pondremos de acuerdo en el modelo que aporta más calidad de vida entre tantas situaciones y su diversidad (tradicional con una unidad nuclear, consanguínea con más de una unidad nuclear, monoparental, parejas cohabitantes o uniones de hecho con o sin hijos, hogares unipersonales, reconstituidas o mixtas con o sin hijos propios y en común, adoptivas, homoparentales, de acogida, “canguro”), pero siempre esas situaciones serán un valor. Mucho hemos ganado en respeto, afirmación, comunicación, dignidad y reconocimiento de derechos y deberes, que llevándolos al extremo podemos llegar a poner en peligro a la familia.



La autonomía personal debe entender de donación y generosidad, pues la idea de felicidad es falacia e hipocresía si se reduce a zonas que componen la relación humana y su compromiso, sin valorar el conjunto armonioso total.



¿Quién es mi madre y quienes son mis hermanos? -dice Jesús (Mc 3, 31s). Quiso definir su verdadera familia: la verdadera comunidad cristina que persevera, perteneciéndose los unos a los otros, porque la Palabra de Jesús les ha constituido verdaderos “hermanos, hermanas, padres y madres”, unidos por la gracia, no por lazos de carne y sangre. El lazo de la Palabra jamás fallará porque es divino, del mismo Dios que lo hace y lo lleva adelante. Como expresa bellamente el Sal 133, la fraternidad, la familia es un don de Dios, que se hace caminando, como siguen expresando más concreta y frecuentemente los salmos de las subidas o peregrinaciones.