El Papa emérito, Benedicto XVI, al comienzo de su pontificado dijo que no es el poder quien redime, sino el amor. Asistimos en nuestros días a todo un abanico de concepciones del poder y maneras de ejercer la autoridad, tanto en el campo político, como en el religioso. Desde el poder se ha cocinado y filtrado concepciones de vida espantosas queridas y programadas en la sociedad: se han derrotado valores morales, dañado la naturaleza, trastocado las economías y, lo que aún peor, se ha introducido y alimentado una manera de concebir la vida, que induce al hombre y la mujer de hoy a un vacío, que lejos de ayudarle a encontrar su propia identidad, se le ha escondido, anestesiándole con sucedáneos engañosos.
Los políticos con su dominio sobre los medios de comunicación ofrecen salidas para todo, envuelven con sus medias verdades y embaucan con sus promesas, olvidándose del cuidado de las personas en favor de su persona. Desde el punto de vista religioso, en la dedicación a conservarse como organización “jurídicamente perfecta” y a la vigilancia de los problemas internos, la iglesia ha gastado sus fuerzas empobreciendo el testimonio; la relajación, el abandono de tradiciones por no saber actualizarlas, las rutinas y compensaciones en acomodos, la falta de liderazgo y tantas cesiones han llevado a asimilaciones y pérdidas de las diferencias, convirtiéndose en insustancial.
Pasivos por creernos solo espectadores de nuestra sociedad vemos como el mercado (se pone precio a todo), la avidez política (todo vale con pactos, cesiones y mentiras) ha puesto precio también a nuestras relaciones humanas y, cruzados de brazos como víctimas, aguardamos a que quienes nos han metido en ese mundo insaciable y opresor, sea capaz de liberarnos de él. Engaño manifiesto y esterilizador en el que hemos caído, porque así nos quieren, engañados con promesas y creyendo en un bienestar que nunca llega o se posa solo en algunos, esclavizándoles todavía más.
¡De qué manera tan sibilina, lo cotidiano, lo que vive la mayoría sin una reflexión lúcida se ha convertido en normalidad! ¡Nos hemos vuelto medio sordos y los gritos y necesidades de nuestro prójimo no tienen cabida en corazones hartos de lo mismo y endurecidos! Se nos acaricia el estómago, nos enriquecen con bienes que llevan a la muerte, nos esclavizan con nuestras propias construcciones, nos secuestran el corazón, nos matan el espíritu con el caramelo del llamado bienestar social. En fin, que estos poderes de muerte lenta programada nos maniatan y quieren dóciles a su mando.
Recuperar la memoria, enderezar caminos tortuosos, no transitar caminos equivocados darán sentido y sobre todo futuro a la vida humana. Saber colocarnos al lado de quien nos puede liberar de esos poderes es de sabios que buscan la vida. Si nos acercamos a los dichos de Jesús, más que diversas formas de ejercer la autoridad nos proporcionan una manera distinta de concebir la vida, de saber quiénes somos tal como Él nos lo ofrece. De hecho, el poder como cualquier realidad humana puede ser redimido. Así, podíamos definir a la autoridad, como “poder redimido”, una manera de ejercerla al servicio de la humanidad, ya que “solo te postrarás y adorarás al Señor tu Dios” (Lc 4, 7).
En este número de AMANECER 25 vamos a expresar el poder, la “autoridad redimida”, puesta al servicio del testimonio, como fuerza salvadora e iluminadora para abrir caminos y orientar futuros. De hecho, creer en el evangelio, lleva a una vida buena, bienaventurada, feliz y constituye testigos hasta los confines de la tierra. El Dios del amor, que es familia nos acoge y con su Espíritu es capaz de trasformar vidas, liberar ataduras, … y dar razón (testimonio), atractivo para otros. Este es el verdadero dinamismo, la realidad que nos constituye: nuestra realización personal se construye entregando nuestra vida para que otros la tengan también y sean cadena de trasmisión de vida.
La vida cristiana no es negacionista, ni está constituida por renuncias, ni cruces, como tantos cristianos parecen vivir y expresar. Todos esos reflejos devocionales o morales desfiguran la realidad. Es más, siendo verdad que la cruz es esencial en la vida cristiana, no lo es por el sufrimiento y los padecimientos de Jesús en ella, sino porque expresa su vida de amor y servicio en obediencia al Padre y coherencia solidaria con los hombres. La cruz recobra su significado en el contexto de la vida de Jesús, reinventa su sentido con Jesús, pues en sí misma no tiene ese significado.
Queremos recoger testimonios poderosos guiados por el Espíritu de Jesús que ayuden a encontrarse a tantas personas consigo mismo. Cuando en los evangelios encontramos con que hay que cargar con la cruz, la referencia primera es la de no dejar de ser fieles al Señor, la de tener valor y arrojo para presentarle a los demás sin miedos ni vergüenzas. La verdadera cruz del cristiano es dar continuo testimonio y, esto es cruz no porque sea castigo o un peso, sino por significar entrega, trasmisión de vida a los cercanos. Hoy más que maestros, necesitamos, testigos capaces de escuchar y descubrir a los demás su belleza, su bondad, sus capacidades de hacer el bien. Tenemos la oportunidad de escuchar la vida de algunos hermanos que han sido llamados a otro mundo, pero nos han dejado su testimonio, han cargado con su cruz.
También a través de los evangelios, de Pablo, de la historia de la iglesia, la relación mundo (entendido como ambiente humano) y testigos cristianos no ha sido un camino distinto al de Jesús, camino rechazado por su contraste. No ha sido fácil el encuentro del evangelio con otras culturas, ni siquiera la convivencia con el judaísmo en la diáspora. No es que Jesús quiera la vida de sus salvados y redimidos, marginados en el mundo, sino estando en el mundo como creyentes, con esa tensión del “aquí y ahora”, pero con el “todavía más” que llegará como culminación de la historia. El mismo Vaticano II hablará del enriquecimiento mutuo de la sociedad y la iglesia conviviendo en el mismo mundo.
En nuestras vidas y misiones hay encuentros del evangelio con otras culturas y religiones, ¿cómo se vive la insustituible misión cristiana de ser “sal y luz” (dar significado y alumbrar oscuridades) en el mundo, como responsabilidad ante equívocos sociales, éticos y religiosos? Las imitaciones de plenitud, sucedáneos y promesas de felicidad no nos abren a los demás, más bien nos cierran al otro, solo con sed del infinito, abriéndonos a un Dios que nos descubre que somos hermanos, humanizaremos nuestro mundo. Como en las parábolas bíblicas (levadura, trigo y cizaña, plantar y crecer,), ¿nuestro testimonio se desarrolla costosamente, al inicio insignificante y vislumbra el éxito final grandioso? ¿Qué actitudes misioneras permiten abrir hoy el evangelio a los no creyentes? ¿Por qué el corrimiento hoy de pasar a no hablar tanto de inculturación, cuanto de encuentro evangelizador? ¿Acaso faltaba evangelio?
La iglesia vive hoy la acción misionera con fuerza, pero no con una dimensión geográfica, sino cultural. La vive con la pérdida de prestigio religioso y social, que no es una desdicha, sino una gracia. Si el evangelio es para todas las culturas, no puede maniatarse con un pueblo, ni con una sola cultura y su expresión y realización, ¿tendrá que ver esto con los intentos del Papa Francisco por universalizar la Curia Romana y sus nombramientos de cardenales? ¿Qué porvenir tienen las iglesias jóvenes, presas de una iglesia vieja?
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