martes, 16 de marzo de 2021

EN LA INQUIETUD Y EL TEMOR NO SE APAGA LA ESPERANZA, Fr. César Valero OP

Regresé de Roma, terminado allí mi servicio en la Curia General, el día 20 de febrero de este presente y aciago año 2020. Ya comenzaban las inquietudes respecto al “corona virus” que calladamente se extendía y propagaba por doquier. Sin embargo, nada hacía pronosticar el azote mundial que nos ha sobrevenido

Me aposenté en casa de mis padres. Planificaba estar con ellos, extremadamente débiles, una temporada antes de integrarme a la comunidad de asignación. Entonces estalló la pandemia en toda su virulencia. En aquel entonces, en el que es mi pueblo natal, todo siguió prácticamente igual. Extremamos las medidas higiénicas y disminuimos al máximo las salidas. Como somos personas hogareñas no sufrimos mayores trastornos. Lo más duro fue la cancelación de las visitas a mi madre, residente desde hace algunos años en un centro asistencial para personas mayores. El último verano que pasamos juntos en casa, al atardecer, sentados en un rincón del jardín, ella se entretenía contando los numerosos aviones, que, lejanos sobre nuestras cabezas, surcaban invariablemente una ruta aérea sur-norte-sur.

La soledad de estas tierras, ásperas y “mal bautizadas”, como un reconocido autor literario las definió en un relato de viajes el pasado siglo, fue aún más profunda. Los aviones dejaron de surcar los intensamente azules cielos castellanos. Una densa quietud lo habitó todo. Acostumbrado durante estos últimos años al silencio y recogimiento de los monasterios de nuestras hermanas dominicas, me asaltó el pensamiento de que el mundo, de repente, se había transformado en un gran monasterio. El silencio, el recogimiento, la mirada hacia dentro, la escucha de los latidos más profundos, se impuso a las prisas, las algarabías, y las distracciones de la extroversión...

Por aquellos días, en mis lecturas, me encontré con un pensamiento de un autor contemporáneo, al otro lado de la orilla de la fe, que aseveraba: “de pronto nuestras confortables inmanencias se han derrumbado”. Sí, gran parte de aquello que nos aportaba dicha y el espejismo de la felicidad, se había agrietado, y se alejaba de nuestro alcance.

Hemos caído en la cuenta de que no éramos tan invulnerables como creíamos, y muchos hemos crecido, siquiera un poco, en humildad. Y hemos renovado la confianza en la promesa del Señor. Durante estos meses ha resonado con fuerza en diversas circunstancias Su Palabra: “No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar” (Jn 14, 1-2).

La dura situación que estamos viviendo es también llamada a la confianza, a asumir con serenidad nuestra transitoriedad, a consolidar la certeza de saber de Quién nos hemos fiado.

En el mes de mayo, cuando amainaba la ola de contagios, y cierta luz se vislumbraba al final del túnel, llegué a Madrid. Había tenido ya noticia de los hermanos fallecidos en algunos de nuestros conventos. Otros fallecieron en las semanas siguientes a mi llegada. Los frailes participábamos de la misma zozobra que se percibía por doquier. Durante aquellos días del pasado verano una doctora, amiga de los hermanos de una de nuestras comunidades, y que tanto ayudó en momentos de extremo dolor y confusión, me lo expresaba: “Lo mismo que se vivía en la sociedad, se vivió igualmente en el convento”.

Hemos orado por los hermanos que partieron. Sentimos su ausencia. Hemos respirado con un poco más de calma. Lentamente, y con cautela y las prescritas precauciones, hemos recuperado una “cierta” normalidad.

Cuando escribo estas líneas se recrudece de nuevo la amenaza. El virus es implacable. Quisiéramos que nuestra fe y nuestra esperanza sean fuertes e inquebrantables.

Amenazados de muerte, quisiéramos ser capaces de reaccionar intensificando la búsqueda de la vida, abriendo la nuestra a quienes quieran compartir con nosotros este camino apasionante de vivir y anunciar la Buena Noticia de un Amor más fuerte que cualquier otra fuerza, y que hace historia con nosotros.

Amenazados por la tentación de concentrar todo el interés en salvaguardar egoístamente lo propio, quisiéramos ser capaces de desarrollar al máximo nuestras posibilidades de amar y de practicar la generosidad, anhelando siempre la fuerza de la comunión y colaboración con los demás, comenzando por los más cercanos y extendiendo este espíritu de amor y colaboración cuanto sea posible para que muchos puedan despertar a la certeza de que, pese a todos los pesares, mañana será un día mejor.

Amenazados por el crecimiento del “apateísmo” social, de una apostasía silenciosa que se aleja de nuestro sentir, pensar y obrar, quisiéramos ser capaces de reaccionar vertebrando en fidelidad y coherencia de vida nuestra identidad de seguidores alegres y esperanzados de Jesús de Nazaret.

Amenazados por la sombra del abatimiento, quisiéramos ser capaces de reaccionar encendiendo cada día la llama luminosa de la ilusión de ser lo que somos: testigos y anunciadores de la Plenitud que ha venido a visitarnos.

Amenazados por la fragilidad de nuestras ayer seguras fortalezas, quisiéramos ser capaces de volver la mirada al Señor Resucitado y dejarnos mirar por sus ojos rebosantes de Vida, y escuchar su voz calmada y certera diciéndonos: “No tengáis miedo”.

Amenazados por la oquedad que encierra los gritos del absurdo, quisiéramos ser capaces de espabilar la esperanza de volver a la ahora añorada cotidianidad, y aferrarnos seguros a la firme promesa de quien es Fiel, confiados y llenos de júbilo, volver a la casa del Padre, Hontanar de Amor, de quien partimos y a quien retornamos para sumergirnos por siempre y para siempre en su inagotable Vida de Dicha y Divina Comunión.

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