jueves, 7 de enero de 2021

REAPRENDIENDO A VIVIR, Fr. Javier González OP, Macao

Cuando uno se adentra en la edad dorada de los 70 años le asalta a veces la tentación de creer que a esa edad se tiene algo que enseñar y muy poco que aprender. Y tiene que venir alguien a decirte que se está equivocado: que, incluso a esa edad, uno tiene poco que enseñar y sí mucho que aprender. Y, además, aprender no cualquier cosa, sino una muy importante: a vivir. ¿Aprender a vivir a estas alturas de la vida? Mejor será decir en tal caso “reaprender” a vivir porque lo vivido, vivido está. No obstante, la advertencia me parece válida y deberá ayudarme a permanecer matriculado los restantes años de vida.

Ahora bien, una lección tan importante como ésta no puede venir de un cualquiera, ni tampoco así por casualidad. ¿A ver si ese alguien (por cierto, apodado ‘Covid19’ y traído de la mano por el año 2020), ha venido ya titulado, en calidad de ángel apocalíptico o por lo menos en plan de aviso serio, y dispuesto a hacerse respetar? Por de pronto ya ha logrado taparnos la boca a todos con unas mascarillas… “para protegernos del virus,” decimos; pero quién sabe si previstas por el virus mismo para protegernos no de él sino de nosotros mismos, impidiéndonos soltar algún desvarío procedente del miedo o del orgullo herido, sin antes pensar un poco...

Y es que, si las palabras dichas desde el miedo tienen poca consistencia, mucha menos la tienen aquellas provenientes de la soberbia existencial que parasita en nuestra naturaleza humana. ¡Qué duro debe ser aceptar que, en definitiva, no somos todopoderosos ni el epicentro del universo! Por absurdo que parezca, resulta más fácil enrocarnos en una postura negacionista de la realidad que dar paso a la humildad, y con ella a la verdad, impidiendo así que ambas nos hagan libres.

De todo hemos visto en los últimos meses y seguiremos viendo mientras continuemos en las garras del Covid-19. De esta epidemia saldremos todos graduados (todos, menos el millón largo de muertos que se ya se ha llevado por delante). Eso sí, unos, graduados en humanidad, habiendo aprendido alguna lección de vida; otros, inmunizados en su inhumanidad o, cuanto menos, en su ceguera de no querer ver más que el lado inmanente de la realidad. Así somos.

Asistí hace unas semanas aquí en Macao a la ceremonia de graduación de algunos de nuestros estudiantes. Un ambiente grandioso: ¡en la Torre de Macao! Pero sobre el escenario un cuadro inaudito, que si nuestro pintor Velázquez hubiera contemplado le habría dado materia para sus pinceles: allí estaban autoridades civiles, religiosas y académicas, enfundados en sus togas e insignias, todos con la cara cubierta con una mascarilla.

Era protocolo de rigor impuesto por el Covid; con el único margen de libertad de escoger el color de la mascarilla. Los graduandos, lo mismo; todos cubiertos al recibir el diploma y hacerse la foto obligada. ¿Qué pensará la próxima generación cuando vea esas fotos? De entrada, se reirá un poco, hasta que alguien les explique piadoso que en el año 2020 un diminuto virus invadió el mundo e inoculó una dosis de miedo en nuestros rostros y, peor aún, en nuestros corazones...

Noviembre ha llegado, tras largos meses de hibernación. Y con él la esperanza, que nunca durmió. Yo añadiría también la gratitud, aunque suene irónico. Gratitud no por el detestable virus que tanta desolación y sufrimiento sigue causando. Pero sí gratitud por las lecciones que, como bondad colateral, nos ha dejado a su paso: Una, de humildad, al mostrarnos lo equivocados que estamos cuando, ocultando nuestra vulnerabilidad, presumimos de tener el control de nuestro destino.

Otra, de solidaridad, al habernos revelado un vasto mar de bondad en tanto buen samaritano trabajando en hospitales, residencias de ancianos y familias de todo el mundo. Y una tercera, de aprecio por la vida y por todo lo bueno que de ella recibimos. “¡Qué felices éramos y no lo sabíamos!” se ha oído decir. Sí, la pandemia nos ha recordado el valor de las personas que nos rodean, la sacralidad de la vida, y la necesidad de brindar al prójimo el respeto, la compasión y el amor que le pertenecen. Por eso, a regañadientes, tendremos que admitir que estamos en deuda con el Covid-19 por habernos dado unas lecciones de vida que desde hoy se hacen asignatura pendiente en nuestro currículo existencial.

Ojo, que el curso no es opcional, y somos propensos al olvido. El virus lo sabe; por eso seguramente no quiere irse: se mutará, si necesario fuera. Esto hace presagiar que, si cada generación tiene la epidemia que se merece, la función no ha hecho más que empezar. ¡El Covid-19 es sólo su obertura!

Menos mal que ni el virus, ni el miedo ni la muerte prevalecerán; y que la fe mantendrá siempre vivos nuestros mejores sueños. Porque por mucho que el Covid se empeñe, nuestra vida no va a dejar de ser una hermosa aventura que los humanos hemos de construir juntos. Lo expresó bien el Papa Francisco en su encíclica Fratelli tutti: “¡Qué importante es soñar juntos! […] Solos se corre el riesgo de tener espejismos, en los que ves lo que no hay; los sueños se construyen juntos. Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos” (n.8).

No hay comentarios:

Publicar un comentario