martes, 19 de enero de 2021

VENEZUELA: UN TERRITORIO DOMINADO POR EL MIEDO, Fr. Ángel Villasmil OP, Venezuela

Nunca pensé que el telón de fondo de esta reflexión sería la muerte de nuestro hermano Edixandro Morán, fraile dominico que murió el pasado 22 de septiembre.  La experiencia de la muerte de este hermano, que tenía sólo 36 años, posiblemente haya avivado en todos nosotros el miedo no sólo a morir, sino a morir en la soledad y el aislamiento.  Pero estoy seguro de que la muerte de nuestro hermano dejó en nosotros un miedo adicional, un miedo que podríamos llamar institucional.  Sí, porque los frailes en Venezuela somos pocos en relación con el número de las obras de predicación en las que estamos.  Que muera uno de los hermanos más jóvenes y con un potencial tan grande en muchos aspectos, seguramente nos forzará a discernir y tomar decisiones que quizá hemos venido postergando.  Queda la pregunta si tendremos la audacia, valentía y confianza, en nosotros mismos y en el Señor, para tomar decisiones que posiblemente sean dolorosas, pero necesarias si queremos reinventar nuestra presencia en Venezuela.

Pero el miedo a la posibilidad de la muerte ante la realidad del Covid-19, lo vivimos como una experiencia adicional al miedo que produce la incertidumbre permanente en la que vivimos en Venezuela.  Desde hace más de veinte años los venezolanos nos encontramos sojuzgados por un régimen que da cada vez más muestras de ser totalitario.  El régimen chavista ha hundido al país en la más profunda miseria material, que a su vez dio origen a una crisis humanitaria de enormes proporciones.  La contradicción es escandalosa si tomamos en cuenta que Venezuela es uno de los países con más riquezas naturales. Pero los efectos devastadores del chavismo han sido tales, que uno de los territorios con mayores reservas de petróleo y de gas, en la actualidad carece totalmente de gasolina y de gas doméstico como consecuencia de la progresiva y sostenida destrucción de la empresa estatal petrolera.

La ruina material en la que se encuentra Venezuela hoy dio origen a una ruina espiritual que puede palparse en la desaparición de los valores más elementales.  Por mencionar un hecho reciente: en dos entidades del país (Carabobo y Trujillo) tuvo lugar el asesinato de dos niños de menos de tres años de nacidos.  Fueron asesinados por sus madres y sus padrastros. ¿La razón? Porque “lloraban” mucho y quisieron “calmar” el llanto a fuerza de golpes que terminaron por cegarles la vida.  El cadáver de uno de estos dos niños fue lanzado en una zona boscosa con la decidida intención de no dejar evidencia de lo que a todas luces fue un crimen atroz.

En un país postrado en la ruina material y en la ruina espiritual, ¿es posible la confianza?  Más que la confianza como actitud que nace del optimismo y la esperanza, en Venezuela lo que vivimos es una experiencia de miedo, resignación, rabia e impotencia, que en muchos se está convirtiendo en deseos de venganza contra aquellos a los que se identifica como causantes del presente estado de cosas. 

“¿Por qué los venezolanos no protestan?”  Es la pregunta que muchos se hacen desde fuera.  La respuesta es sencilla y a la vez compleja, pero que puede resumirse en dos razones: la primera, los efectos de más de veinte años sufriendo la más agresiva propaganda, trajo como consecuencia la resignación. Nos hemos acostumbrados al descaro y al cinismo con el que mienten los que ahora detentan el poder en el país.  La segunda, porque tenemos miedo de ser asesinados o de ser encarcelados en las mazmorras que el régimen chavista usa como escenario de torturas y de tratos crueles.  Esta realidad está completamente avalada por el informe que la ONU presentó sobre los Derechos Humanos en Venezuela y en los que se acusa la comisión de crímenes de lesa humanidad.

En Venezuela, pues, vivimos la experiencia del miedo.  Miedo al régimen chavista, miedo ante la ausencia de presente, miedo ante la imposibilidad de un futuro digno, miedo a no ver una salida satisfactoria a esta situación, miedo a que la justicia se convierta en venganza.  El miedo ha matado la confianza en la posibilidad del cambio.

Ante esta realidad, tengo el firme convencimiento de que la misión evangelizadora de la Iglesia está en sostener la esperanza del pueblo venezolano.  Quizá no podamos construir optimismos porque no hay evidencias que den lugar al optimismo.  Pero sí podemos avivar la esperanza, que es fruto de la promesa salvadora de Dios.  En una situación de destrucción como la que vive Venezuela, sí es posible avivar la esperanza que nace de la fe en un Dios capaz de crear de la nada y de vencer la muerte a través de la muerte y la resurrección de su Hijo.  La fe en Dios creador sostuvo la esperanza del pueblo de Israel en la experiencia devastadora del destierro. La fe en la resurrección de Jesucristo es la que ha impulsado a la Iglesia a esperar contra toda esperanza (Rom 4, 18).  Sólo la fe en la resurrección puede impulsar a la predicación de la esperanza en una situación en la que no existe posibilidad de optimismo.    

miércoles, 13 de enero de 2021

WE HAVE TO EAT “NEEM” LEAVES, WE HAVE TO EAT, Fr. Philip So OP, Birmania


Not long ago, Myanmar was set free from the fear of dictatorship which had politically and economically been ‘plaguing’ the country for decades. Under the rule of the juntas, the people of Myanmar were suffocated with starvation, war and cruel injustice which did not allow them to breathe. Recently, they were somehow politically and economically set free to breathe the air. With hope for bright future, the people have been joyfully marching toward a ‘better Myanmar’. Now, the joyful and hopeful march is halted. ‘The right to breathe the air’ is limited. Once again, the country is suffocated. This time, the victimizer is neither a military regime nor a monster. It is the invisible virus, CORONA.

At the beginning this pandemic, an unknown Burmese voicemail went viral on Myanmar Facebook world. “We have to eat neem leaves… we have to eat neem leaves for prevention…”. Some days after this viral voicemail, all the neem trees in most parts of the country were shaved bald. Indeed, people have been panic, and they would do whatever they can to fight against this unseen virus. Seeing the catastrophic pandemic situation of Spain and Italy on TV and media, they sighed deeply with a whisper, “If such calamitous disease plagues our country, not many of us will survive.” Praise and thanksgiving had to be rendered to ‘the Noah-like government’ which was wise enough ‘to build the ark’ even before a single COVID-19 case was affirmed. The lockdown was prematurely forced in order to prevent ‘the flood of CORONA’.

Apparently, for the majority, lockdown means starving to death. Everybody agrees that prevention is better than cure. But this painful prevention is going to take away their earnings, their jobs and their families. The old fear of desperate poverty and starvation has come back too soon. For some people, it is impossible to comply fully with all the lockdown directives. A mother street marketer irresistibly turned the stay-at-home rules down by exclaiming, “My family has nothing to eat if I don’t sell in the streets; So let the mortician come and carry my dead body…”. We may say that there is no greater fear except the fear of death. But death of a whole family is undeniably more devastating than death of a single person.

The sting of Death seems to be roaming around everywhere in the forms of human touch. Abruptly, the signs of love, such as hugging, kissing, touching and shaking hands turned out to be as dangerous and poisonous as the biting of a cobra. The ‘WELCOME’ signboards at the thresholds of the houses and villages were replaced with the ‘PROHIBITED TO ENTER’ signboards. Home visiting is a valuable culture of the Burmese people. Now, one is not welcome in another house. Pagodas and churches used to be crowded with worshippers and churchgoers. Now they are barricaded with the sign, ‘IT IS CLOSED’. The Buddhist monks have to suddenly stop the usual practice of their morning begging for alms and food. What an ‘head over heels’ of life we are experiencing!

In this calamitous situation, people are tempted to ask, “Where is God? Or is He abandoning us? Or is it the ‘end time’? Or are we so wicked that God is punishing us?” Such ‘theological questions’ make a vibrating echo among the people shaking their faith and exposing them to greater fear. The tribal animistic minded Catholics are doubting whether it is easier to please and beseech God or to please and plead the spirits (Nats in Burmese). At last, most of them have decided to offer pleasing sacrifices both to God and Nats. They have good reasons in doing that doubling sacrifice. I was surprised to hear from a devout Catholic saying, “Well! It is easier to please and plead the Nats than to please and beseech God.”

At first sight, you may tend to condemn his wavering faith. But one must know that the people of Myanmar have so many things to fear; and it is this evil fear that has been traumatizing them for centuries. God, gods, Nats, military soldiers, police, foreigners, authorities etc. are the subjects to fear. It is this ‘culture of fear’ that forces them to hide their faces from the world. And, indeed, it is this very culture that hinders them to have strong faith and confidence in any human and spiritual entities.

Even months after the outbreak of pandemic, Myanmar has been fortunately preserved from severe plaguing. Some say thanks to God, others to the Nats. Going against the laws, a catechist from a Catholic village exclaimed, “I have never closed the village chapel. I have never ceased to urge my faithful to go to church every Sunday. The pandemic invites us to pray more.”  He may be wrong. But he has a point. A pilgrim place (Our Lady of Mount Soduyar) of the Dominican parish in Loikaw has been more frequented than ever, as it is not safe and allowed to pray together in the churches. Praying and begging are the two main jobs of the Buddhist monks. Now, the function of begging is taken away by COVID-19, which, instead, creates more time and space for praying.

Until the middle of August, Myanmar had been celebrating ‘the Passover’ with thanksgiving and praises. They had good reason to celebrate. The first wave of COVID-19 19 passed over the country’s doorpost which had long been smeared by the blood of bloody wars, the sweat of miserable poverty and the tears of cruel injustice.

The heavy rain suddenly fell on the country in late August bringing along with it the second merciless wave of the disease. With this wave, Myanmar is no more the predilected as the Israelites in Egypt. As the rain wets the soil, the monsoon mushrooms keep sprouting up here and there. And as the COVID-19 flood comes, it affects the people picking them up one after another. These months, the doctors have been exclaiming online begging, “Help! Help!”; the priests saying masses on livestreaming preaching, “Repent! Pray!”; the country leaders keep announcing on TV, “Stay at Home!”. They all give the same message, “We are in danger!”.

The threatening expression, “We are in danger”, does not really sound strange to the ears of Myanmar people. They have been putting up with it for decades. What danger can be more dangerous than the deadly starvation, the impoverished poverty and the lifelong civil war? The truth is that living in Myanmar means ‘to hope against hope’, and ‘to believe in the impossible’.


jueves, 7 de enero de 2021

REAPRENDIENDO A VIVIR, Fr. Javier González OP, Macao

Cuando uno se adentra en la edad dorada de los 70 años le asalta a veces la tentación de creer que a esa edad se tiene algo que enseñar y muy poco que aprender. Y tiene que venir alguien a decirte que se está equivocado: que, incluso a esa edad, uno tiene poco que enseñar y sí mucho que aprender. Y, además, aprender no cualquier cosa, sino una muy importante: a vivir. ¿Aprender a vivir a estas alturas de la vida? Mejor será decir en tal caso “reaprender” a vivir porque lo vivido, vivido está. No obstante, la advertencia me parece válida y deberá ayudarme a permanecer matriculado los restantes años de vida.

Ahora bien, una lección tan importante como ésta no puede venir de un cualquiera, ni tampoco así por casualidad. ¿A ver si ese alguien (por cierto, apodado ‘Covid19’ y traído de la mano por el año 2020), ha venido ya titulado, en calidad de ángel apocalíptico o por lo menos en plan de aviso serio, y dispuesto a hacerse respetar? Por de pronto ya ha logrado taparnos la boca a todos con unas mascarillas… “para protegernos del virus,” decimos; pero quién sabe si previstas por el virus mismo para protegernos no de él sino de nosotros mismos, impidiéndonos soltar algún desvarío procedente del miedo o del orgullo herido, sin antes pensar un poco...

Y es que, si las palabras dichas desde el miedo tienen poca consistencia, mucha menos la tienen aquellas provenientes de la soberbia existencial que parasita en nuestra naturaleza humana. ¡Qué duro debe ser aceptar que, en definitiva, no somos todopoderosos ni el epicentro del universo! Por absurdo que parezca, resulta más fácil enrocarnos en una postura negacionista de la realidad que dar paso a la humildad, y con ella a la verdad, impidiendo así que ambas nos hagan libres.

De todo hemos visto en los últimos meses y seguiremos viendo mientras continuemos en las garras del Covid-19. De esta epidemia saldremos todos graduados (todos, menos el millón largo de muertos que se ya se ha llevado por delante). Eso sí, unos, graduados en humanidad, habiendo aprendido alguna lección de vida; otros, inmunizados en su inhumanidad o, cuanto menos, en su ceguera de no querer ver más que el lado inmanente de la realidad. Así somos.

Asistí hace unas semanas aquí en Macao a la ceremonia de graduación de algunos de nuestros estudiantes. Un ambiente grandioso: ¡en la Torre de Macao! Pero sobre el escenario un cuadro inaudito, que si nuestro pintor Velázquez hubiera contemplado le habría dado materia para sus pinceles: allí estaban autoridades civiles, religiosas y académicas, enfundados en sus togas e insignias, todos con la cara cubierta con una mascarilla.

Era protocolo de rigor impuesto por el Covid; con el único margen de libertad de escoger el color de la mascarilla. Los graduandos, lo mismo; todos cubiertos al recibir el diploma y hacerse la foto obligada. ¿Qué pensará la próxima generación cuando vea esas fotos? De entrada, se reirá un poco, hasta que alguien les explique piadoso que en el año 2020 un diminuto virus invadió el mundo e inoculó una dosis de miedo en nuestros rostros y, peor aún, en nuestros corazones...

Noviembre ha llegado, tras largos meses de hibernación. Y con él la esperanza, que nunca durmió. Yo añadiría también la gratitud, aunque suene irónico. Gratitud no por el detestable virus que tanta desolación y sufrimiento sigue causando. Pero sí gratitud por las lecciones que, como bondad colateral, nos ha dejado a su paso: Una, de humildad, al mostrarnos lo equivocados que estamos cuando, ocultando nuestra vulnerabilidad, presumimos de tener el control de nuestro destino.

Otra, de solidaridad, al habernos revelado un vasto mar de bondad en tanto buen samaritano trabajando en hospitales, residencias de ancianos y familias de todo el mundo. Y una tercera, de aprecio por la vida y por todo lo bueno que de ella recibimos. “¡Qué felices éramos y no lo sabíamos!” se ha oído decir. Sí, la pandemia nos ha recordado el valor de las personas que nos rodean, la sacralidad de la vida, y la necesidad de brindar al prójimo el respeto, la compasión y el amor que le pertenecen. Por eso, a regañadientes, tendremos que admitir que estamos en deuda con el Covid-19 por habernos dado unas lecciones de vida que desde hoy se hacen asignatura pendiente en nuestro currículo existencial.

Ojo, que el curso no es opcional, y somos propensos al olvido. El virus lo sabe; por eso seguramente no quiere irse: se mutará, si necesario fuera. Esto hace presagiar que, si cada generación tiene la epidemia que se merece, la función no ha hecho más que empezar. ¡El Covid-19 es sólo su obertura!

Menos mal que ni el virus, ni el miedo ni la muerte prevalecerán; y que la fe mantendrá siempre vivos nuestros mejores sueños. Porque por mucho que el Covid se empeñe, nuestra vida no va a dejar de ser una hermosa aventura que los humanos hemos de construir juntos. Lo expresó bien el Papa Francisco en su encíclica Fratelli tutti: “¡Qué importante es soñar juntos! […] Solos se corre el riesgo de tener espejismos, en los que ves lo que no hay; los sueños se construyen juntos. Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos” (n.8).

martes, 5 de enero de 2021

RELATO VOCACIONAL: EL CARTERO SIEMPRE LLAMA DOS VECES, DIOS, UNA, por Fr. Jose Gabriel Shunsuke OP

Mi nombre es José Gabriel Shunsuke. Soy japonés, (Matsuyama 1979). Budista en mis orígenes, a mis 41 años me encuentro en Macao como estudiante de filosofía y teología para ser muy pronto, Dios mediante, sacerdote dominico, predicador. Miro atrás y mi vida es  un sueño misericordioso de Dios. 

 

¿Por qué me hice católico?

 

El motivo fue personal: simplemente quería cambiar de vida. Mi familia no se opuso. Es más, encontré tanto en mi hermano, casado, como en mi padre, policía, inspiración para dicho cambio. El buen trabajo que mi padre hacía de ayudar a la gente me influyó mucho cuando más tarde decidí abrazar la vida religiosa: también yo quería hacer mucho bien a la gente; trabajar por ella y ayudar a todos.

 

Recuerdo que de niño leía biografías y literatura, inspirado por mi abuela, una apasionada de la historia. Estudié en la universidad de Tokushima Bunri y me especialicé en historia japonesa. Leía mucha literatura budista, al tiempo que participaba en voluntariados y hacía colectas para las víctimas de desastres naturales. Después de graduarme, trabajé ocho años como cartero en la oficina central de correos de Matsuyama. No lo debí hacer mal porque me nombraron manager de la oficina de correos del distrito.

 

Pero algo faltaba en mi vida. Como cartero ganaba mis dineros. Me compré coche, moto, etc. Todo era poco. Cada día quería comprar más y más cosas nuevas. Mis deseos mundanos llegaron a darme algo de miedo. Mi abuela murió; rompí con mi novia y me concentré en mi trabajo. No sabía lo que eran vacaciones. Toda mi energía estaba empleada allí.

 

¿Cómo me encontré con los dominicos?

 

Conocí su iglesia Matsuyama a través de mi trabajo. Era cartero y llevaba frecuentemente cartas a su dirección. Era una parroquia católica. Un día, no sé por qué, me decidí a subir la pequeña escalera de acceso a la iglesia y entré. Me gustó. Desde entonces, como si alguien me invitara a ello, comencé a participar con cierta frecuencia en sus celebraciones. Allí empecé a relacionarme con algunos cristianos, en particular con los de un grupo de teatro de marionetas, y con ellos entablé amistad y pude compartir su experiencia cristiana. Empecé a estudiar el catecismo con mucha alegría.

 

Los fines de semana hacíamos teatro de marionetas, visitando hospitales y casas de ancianos para entretenerlos. Era algo que me encantaba. La gente apreciaba mi carácter positivo y bondadoso. Yo sentía que los cristianos confiaban en mí y que apreciaban mi dedicación a la Iglesia. Y es que en mi tiempo libre ayudaba también como miembro del voluntariado de la diócesis a reconstruir los pueblos destruidos por los terremotos.

 

Durante la Misa de Pascua (2011), el P. Luis Gutiérrez, dominico me bautizó y confirmó en mi ciudad natal. Tenía yo entonces 32 años. Soy el único cristiano de mi familia. A partir de mi bautismo, asistía a misa todos los domingos, y cuando apenas llevaba un año de bautizado, los parroquianos me eligieron presidente de la comunidad, un servicio que desarrollé durante cuatro años. Después me hicieron miembro también de la Comisión de Ecumenismo de la diócesis e incluso me nombraron vicepresidente de los cristianos de toda la Provincia de Ehime.

 

¿Por qué dominico?

 

Aquel día (octubre de 2010) que entré en la iglesia del Sagrado Corazón repartiendo la correspondencia, recuerdo que, en un primer momento, algunas ideas de tinte monástico pasaron por mi cabeza; también, una reunión que tuve con estudiantes salesianos donde me hablaron de la misericordia de Dios, me impresionaron, pero no fui capaz de entenderlo. Eso sí, sembraron en mi ganas de saber más sobre Dios, sobre la verdad y la justicia. Y me enteré de que uno de los objetivos de la Orden de Predicadores era precisamente la búsqueda de la verdad a través del estudio. ¡Esto era exactamente lo que yo quería: conocer bien a Dios!

 

Así que opté por la Orden de Predicadores. Ahora entiendo quién me impulsó a subir las escaleras y entrar por primera vez en la iglesia dominicana de Matsuyama. Allí Dios me llamó y me asignó trabajo: el de visitar residencias de ancianos y entretenerlos con marionetas; recaudar fondos para aliviar el sufrimiento de las víctimas de terremotos… Me di cuenta de que estaba trabajando por la gente. Me sentí feliz. Y cuando hablaba de Dios con otros cristianos se me ensanchaba el corazón. Mi decisión de unirme a los dominicos se fue consolidando.

 

Un cristiano me regaló dos libros que dieron nuevo rumbo a mi vida: “La oración y la misión de Santo Domingo” y “La Espiritualidad de Santo Domingo”. Ellos me ayudaron a consolidar la idea que desde que recibí el bautismo acariciaba en mi interior: la de ser un día sacerdote para imitar la vida de Jesús, al estilo de Santo Domingo de Guzmán.

 

Así se lo dije al P. Luis Gutiérrez, OP, quien más tarde escribió a sus superiores para que pudiera entrar en la Orden dominicana. Me animaron también algunos católicos de la parroquia que enviaron encarecidas cartas de recomendación a los dominicos, alabando profusamente mis buenas cualidades.

 

Un día presenté mi solicitud al Vicario dominico de la Provincia de Nuestra Señora del Rosario, residente en Matsuyama. Aprobado por el comité de admisión, a través de un examen previo, fui aceptado como aspirante. En octubre de 2016, fui enviado a Manila para perfeccionar mi inglés y a Hong Kong, el 15 de agosto de 2017, para comenzar mi noviciado. Terminado éste, en 2018, fui al estudiantado de Macao comenzando mis estudios de filosofía y teología. Y aquí me encuentro, a gusto en esta comunidad internacional, quemándome las cejas con metafísicas, latines y griegos.  Mi lógica nativa no es la greco-romana del currículo de la Universidad donde estudio, pero intuyo que esa es la lógica de Dios que me ha traído aquí. Y es la que de momento estoy aprendiendo. He comenzado ya la teología.

 

Dicen que el cartero siempre llama dos veces. Yo, en el desempeño de mi oficio, llamé muchas más a la iglesia-parroquia de los dominicos. Hasta que un día entré y ya nada fue igual. Esta vez fui yo el llamado. Dios en su misericordia lo hizo y me asignó muchas tareas, todas relacionadas con el amor.

 

Y ahora mi objetivo es cumplir Su mandato.

 

Tengo grandes deseos de aprender, de enseñar y de predicar. Y un sueño: el de promover vocaciones dominicanas en Japón.