Nunca pensé que el telón de fondo de esta reflexión sería la muerte de nuestro hermano Edixandro Morán, fraile dominico que murió el pasado 22 de septiembre. La experiencia de la muerte de este hermano, que tenía sólo 36 años, posiblemente haya avivado en todos nosotros el miedo no sólo a morir, sino a morir en la soledad y el aislamiento. Pero estoy seguro de que la muerte de nuestro hermano dejó en nosotros un miedo adicional, un miedo que podríamos llamar institucional. Sí, porque los frailes en Venezuela somos pocos en relación con el número de las obras de predicación en las que estamos. Que muera uno de los hermanos más jóvenes y con un potencial tan grande en muchos aspectos, seguramente nos forzará a discernir y tomar decisiones que quizá hemos venido postergando. Queda la pregunta si tendremos la audacia, valentía y confianza, en nosotros mismos y en el Señor, para tomar decisiones que posiblemente sean dolorosas, pero necesarias si queremos reinventar nuestra presencia en Venezuela.
Pero el miedo a la posibilidad de la muerte ante la realidad del Covid-19, lo vivimos como una experiencia adicional al miedo que produce la incertidumbre permanente en la que vivimos en Venezuela. Desde hace más de veinte años los venezolanos nos encontramos sojuzgados por un régimen que da cada vez más muestras de ser totalitario. El régimen chavista ha hundido al país en la más profunda miseria material, que a su vez dio origen a una crisis humanitaria de enormes proporciones. La contradicción es escandalosa si tomamos en cuenta que Venezuela es uno de los países con más riquezas naturales. Pero los efectos devastadores del chavismo han sido tales, que uno de los territorios con mayores reservas de petróleo y de gas, en la actualidad carece totalmente de gasolina y de gas doméstico como consecuencia de la progresiva y sostenida destrucción de la empresa estatal petrolera.
La ruina material en la que se encuentra Venezuela hoy dio origen a una ruina espiritual que puede palparse en la desaparición de los valores más elementales. Por mencionar un hecho reciente: en dos entidades del país (Carabobo y Trujillo) tuvo lugar el asesinato de dos niños de menos de tres años de nacidos. Fueron asesinados por sus madres y sus padrastros. ¿La razón? Porque “lloraban” mucho y quisieron “calmar” el llanto a fuerza de golpes que terminaron por cegarles la vida. El cadáver de uno de estos dos niños fue lanzado en una zona boscosa con la decidida intención de no dejar evidencia de lo que a todas luces fue un crimen atroz.
En un país postrado en la ruina material y en la ruina espiritual, ¿es posible la confianza? Más que la confianza como actitud que nace del optimismo y la esperanza, en Venezuela lo que vivimos es una experiencia de miedo, resignación, rabia e impotencia, que en muchos se está convirtiendo en deseos de venganza contra aquellos a los que se identifica como causantes del presente estado de cosas.
“¿Por qué los venezolanos no protestan?” Es la pregunta que muchos se hacen desde fuera. La respuesta es sencilla y a la vez compleja, pero que puede resumirse en dos razones: la primera, los efectos de más de veinte años sufriendo la más agresiva propaganda, trajo como consecuencia la resignación. Nos hemos acostumbrados al descaro y al cinismo con el que mienten los que ahora detentan el poder en el país. La segunda, porque tenemos miedo de ser asesinados o de ser encarcelados en las mazmorras que el régimen chavista usa como escenario de torturas y de tratos crueles. Esta realidad está completamente avalada por el informe que la ONU presentó sobre los Derechos Humanos en Venezuela y en los que se acusa la comisión de crímenes de lesa humanidad.
En Venezuela, pues, vivimos la experiencia del miedo. Miedo al régimen chavista, miedo ante la ausencia de presente, miedo ante la imposibilidad de un futuro digno, miedo a no ver una salida satisfactoria a esta situación, miedo a que la justicia se convierta en venganza. El miedo ha matado la confianza en la posibilidad del cambio.
Ante esta realidad, tengo el firme
convencimiento de que la misión evangelizadora de la Iglesia está en sostener
la esperanza del pueblo venezolano.
Quizá no podamos construir optimismos porque no hay evidencias que den
lugar al optimismo. Pero sí podemos
avivar la esperanza, que es fruto de la promesa salvadora de Dios. En una situación de destrucción como la que
vive Venezuela, sí es posible avivar la esperanza que nace de la fe en un Dios
capaz de crear de la nada y de vencer la muerte a través de la muerte y la
resurrección de su Hijo. La fe en Dios
creador sostuvo la esperanza del pueblo de Israel en la experiencia devastadora
del destierro. La fe en la resurrección de Jesucristo es la que ha impulsado a
la Iglesia a esperar contra toda esperanza (Rom 4, 18). Sólo la fe en la resurrección puede impulsar
a la predicación de la esperanza en una situación en la que no existe
posibilidad de optimismo.