jueves, 16 de junio de 2022

ENTREVISTA : Juan Antonio Mayorga

¿Qué importancia tiene, en la hora actual, el lenguaje como medio para la transmisión de la fe?

Si me lo permite, para responderle empezaré citando un momento de mi obra El Golem. En esa fantasía teatral, un personaje tiene la misión de aprender de memoria un texto. Ocurre que, al hacerlo, empieza a pensar, a sentir, a soñar de otra manera, quizá de aquella en que lo hacía quien escribió el texto que él ahora memoriza. Pero no puede aceptar que ello sea resultado de las palabras; se dice que tiene que haber otra explicación, como que le estén suministrando una droga o aplicando radiaciones. En un momento dado, dice a quien le encargó su extraña misión: “Si no es cosa de ciencia, tiene que ser cosa de magia. No creo en la magia”. A lo que el otro le responde: “Estos golpes de aire con que nos estamos entendiendo, ¿no son algo mágico? Esas manchas a las que llamamos escritura, ¿no son algo mágico? Que con sus palabras un ser humano haga algo a otro -lo eduque, lo enamore, lo ahuyente…-, ¿no es algo mágico? Tenemos dentro palabras de otros, ¿no es eso mágico? Somos cuerpos ocupados por palabras. Que las palabras puedan desencadenar una guerra o pararla, que haya guerras por las palabras, ¿no le parece mágico? Las palabras pueden mucho”.

Yo también creo que las palabras pueden mucho. Con ellas puede, desde luego, transmitirse una fe o deshacerla.

Considera, usted mismo, “Himmelweg: el camino del cielo” como una de sus obras predilectas. Salvando las distancias entre la terrible farsa del gueto de Terezín y la actualidad de todos los días ¿Qué credibilidad y confianza podemos tener en la comunicación, en los lenguajes oficiales, cuando están al servicio de las ideologías, los partidos políticos? ¿Qué hay de verdad en la comunicación y en la predicación hoy?

Himmelweg es una obra sobre la invisibilización del horror. A esta se orienta toda la mascarada dirigida por el Comandante, que presenta un campo de concentración como si se tratara de una ciudad normal. Pero también es necesaria la debilidad cómplice del delegado de la Cruz Roja, quien ni abre las puertas ni hace las preguntas que podrían haber revelado lo que la mascarada esconde.

Recordar esa alianza entre un engañador y otro que se deja engañar me sirve para intentar aproximarme a lo que me plantea. Estamos rodeados, atravesados por discursos interesados acerca de lo que es la realidad, y por eso todos debemos constituirnos en comentaristas de textos, tan informados y críticos como nos sea posible. Pero debemos sospechar no solo de los discursos ajenos, sino también del propio. Debemos preguntarnos hasta qué punto lo que decimos -lo que predicamos- está dominado por intereses que nos cuesta reconocer. También hasta qué punto somos autores del discurso que pronunciamos. Cada día debemos hacernos una pregunta: ¿quién escribe mis palabras? Es decir: ¿hasta qué punto, creyendo hablar, soy hablado?

Considera sus propios textos como entidades autónomas y en numerosas ocasiones ha afirmado que tienen vida propia, incluso enriquecida, en manos de actores, directores o escenógrafos diferentes al propio escritor. Trasladando de alguna manera esta forma de pensar a la historia de la Iglesia corresponde a una concepción muy luterana de la lectura de la Biblia. ¿el acercamiento a Dios podría llevarse a cabo con mayores garantías de responsabilidad y compromiso si se realiza desde una perspectiva individualizada o resulta más cómodo disponer de un intermediario (estructura eclesial) que nos ponga en escena todos los elementos necesarios para sostener nuestra fe?

En La lengua en pedazos, Teresa se atreve a decir al Inquisidor algo que escribió la Teresa histórica: que una niña sin letras puede ser más sabía que el obispo más letrado. Yo creo que, en todo caso, cualquier libro -también la Biblia- será completado de forma distinta por el obispo y la niña, y que esta encontrará en ese libro cosas que solo ella podrá leer. Un texto sabe cosas que su autor desconoce y que algún lector puede, desde su singular experiencia, descubrir, y cada lectura puede ser ocasión de una nueva vida del texto. Lo que no excluye, por supuesto, que haya lecturas más informadas, complejas y hondas que pueden ayudar a que las de otros también lo sean.

Desde luego, esas posiciones respecto de la lectura están vinculadas al modo en que concibo el teatro. Este no sucede en el escenario, sino en cada espectador -en su imaginación, en su memoria, en su experiencia-, el cual ha de ser un cómplice y un cocreador que puede hacer aparecer en la obra lo que yo no sabía haber escrito. 

En el fondo, el misterio nos sobrepasa, pero ¿cómo ser creativos y permanecer activos con las alas cortadas o al menos, recortadas? ¿hay otras salidas para la felicidad por otros derroteros que no sean los que seguíamos un poco desbocados antes de la pandemia?

Respecto de la felicidad, solo me atrevo a hablar desde mi propia experiencia. La vida me da, cada día, ocasiones de felicidad, casi siempre vinculadas al encuentro con otras personas. Pero a menudo no estoy a la altura de esas ocasiones. La pandemia, desde luego, fue causa de interrupción de un gran movimiento. Pero ¿hacia dónde íbamos? Algunos, creo, aprovecharon la detención para hacerse esa pregunta y para redescubrir el valor de cosas que a menudo habían sido, en medio de tanta agitación, despreciadas y que, de pronto, cobraron una enorme importancia. Por ejemplo, poder dar un abrazo a tus mayores y a tus amigos.

Ha sido profesor de matemáticas en instituto, ahora enseña teatro a universitarios, ha enseñado filosofía y por lo tanto mantiene un contacto permanente con la juventud, incluidos sus propios hijos. Entre los que nos educamos en contextos muy rigurosos y ya estamos entrados en años, a veces tenemos el sentimiento de que los jóvenes, por así decirlo, han perdido el norte. ¿Esto es algo habitual que dice una generación de la anterior o quizá estamos entrando en un punto de no retorno?

La experiencia de haber enseñado -o haber intentado enseñar-, en distintos momentos de mi vida, matemáticas, filosofía o teatro, ha sido para mí decisiva. Debo a mis alumnos muchos conocimientos y preguntas. Quiero pensar que los he tratado teniendo presente lo que decía Walter Benjamin de que la escuela -y, podríamos generalizar, la sociedad entera- debería ser no el lugar de dominación de una generación sobre otra, sino el lugar de encuentro de dos generaciones. También lo que decía María Zambrano de que no tener maestro es no tener a quién preguntar y, sobre todo, no tener ante quién preguntarse.

Las generaciones suelen mirarse con desconfianza y temor, como ciclistas rivales que temen que el otro ataque súbitamente y lo deje atrás. Entre ellas hay una pelea por el poder que suele empezar en la caricaturización de cada una por las otras. Como sucede entre las personas, es difícil que las generaciones se escuchen y observen sin prejuicios. Sinceramente, no encuentro más jóvenes desnortados que maduros desnortados. Y conozco a muchos jóvenes que pueden ayudarnos a encontrar orientación.

En “La lengua en pedazos” aborda la relación de Teresa de Jesús con Dios y el diablo a través del lenguaje, un lenguaje que se usa como contrapoder, incluso de manera subversiva. Admitiendo que el diablo está por doquier en este mundo, en la forma de mal, muerte, dolor, sufrimiento ¿no debería la Iglesia como institución ser menos contemplativa con el “status quo” de los políticos, la inercia de las situaciones y a través del lenguaje y las acciones ser más disruptiva? O quizá la Iglesia no tiene esa capacidad porque está demasiado imbricada en ese “status quo”.

La lengua en pedazos ha sido leída como un combate, dentro de la Iglesia, entre un guardián y una subversiva. Un combate por qué se puede y qué no se puede decir. Pertenecí a la Iglesia durante mi infancia y adolescencia. Entonces percibí a menudo, con zozobra, esa tensión entre el mensaje evangélico y la institución que me lo transmitía. Los hechos que se relatan de Jesús, las palabras que se le atribuyen son extraordinariamente desestabilizadoras. La memoria de esos hechos y palabras ha sido conservada y propagada por las iglesias cristianas, pero estas constituyen, inevitablemente, formas de poder que buscan su propia conservación. Esa tensión es, creo, irresoluble. Pero es necesario que la institución vuelva una y otra vez al Evangelio, no solo para buscar en él citas que la refuercen sino también para exponerse a su agitación.       

¿Podría decirnos si a lo largo de su ya extensa obra podría adivinarse algún hilo conductor de carácter estrictamente religioso o espiritual o tenemos que conformarnos con una visión humanista y solidaria del mundo, sin que se pueda percibir trascendencia alguna?

Creo que todos deberíamos sentir gratitud hacia las monjas y los monjes porque su mero modo de vivir nos recuerda la necesidad humana de trascendencia. Yo la busco cada día en este mundo. Además de La lengua en pedazos, que puede ser entendida como el encuentro de dos seres humanos que buscan, por caminos distintos, el sentido de vivir, creo que mi obra en que el mundo religioso es más relevante es Angelus Novus. Su argumento, por cierto, está vinculado paradójicamente a la predicación: presenta una sociedad en que se propaga una epidemia que se transmite por la palabra. En otra de mis piezas, La paz perpetua, la pregunta por Dios es introducida por un personaje muy singular: un perro con conciencia.

La Biblia, esa gran colección de narraciones, muchas de ellas perfectamente teatralizadas: ¿Además de Job, algún otro personaje le ha resultado especialmente atractivo?

Creo que el relato del buen samaritano contiene la escena moral fundamental, que a todos nos interpela: la del ser humano que en su camino encuentra a otro que lo necesita. Encierra un mensaje fundamental: cada ser humano es responsable de todos los demás. 

Como ha participado en diversas actividades realizadas por los dominicos, en concreto en Ávila, sin que suene a recomendación, ni a consejo, más bien desde la perspectiva de la historia de la filosofía, para una institución nacida en el siglo XII, ¿nos podría dedicar una cita de alguna de sus obras, aplicarnos una frase de Walter Benjamin o una propia suya para mirar el futuro con esperanza?

Gracias a mi maestro y amigo Reyes Mate, he podido conocer a algunos dominicos de los que también quiero considerarme amigo -el añorado Marcos Ruiz, Felicísimo Martínez y últimamente al editor de esta revista-, y también conocer un poco vuestro mundo. Entre los trabajos teatrales que hice en Ávila para la Cátedra Santo Tomás -uno de los cuales fue, por cierto, el embrión de La lengua en pedazos- estuvo “Primera noticia de la catástrofe”, cuyos protagonistas son los heroicos dominicos que denunciaron el “estrago de indios” que se estaba produciendo en la América colonizada. Siento, en fin, un afecto especial por la orden de predicadores. Os ofrezco, amistosamente, una idea de Benjamin: si no podemos ser pesimistas, organicemos nuestro pesimismo. Esto es, no dejemos nunca que la visión crítica de lo que hay nos arrastre al fatalismo y, por tanto, a la inacción.

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Juan Antonio Mayorga Ruano (Madrid, 6 de abril de 1965) es un dramaturgo español. Su dramaturgia, profunda, comprometida y metódica, ha traspasado las barreras nacionales para ser traducido y representado en los principales teatros europeos. Colaborador asiduo de compañías como Animalario, ha trabajado como adaptador y dramaturgo para el Centro Dramático Nacional y la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Fue miembro fundador de la Academia de las Artes Escénicas de España y actualmente dirige la Cátedra de Artes Escénicas​ de la Universidad Carlos III de Madrid. Premio Nacional de Teatro en 2007 y Premio Nacional de Literatura Dramática en 2013, el 12 de abril de 2018 fue elegido miembro de la Real Academia Española para el sillón "M".

 

SAN VICENTE, el del "ditet"

Vicente Ferrer, valenciano de nacimiento, patrono de la ciudad, es el epítome de predicador dominico. Nacido en 1350 vivió una época social y políticamente extremadamente convulsa, desde las diferencias, ya entonces, con los mandamases de Cataluña por la herencia del reino de Aragón (Compromiso de Caspe), hasta su implicación en el Cisma de Occidente (apoyó al papado de Aviñón), que convirtieron su figura y su obra en legendarias, dignas de una serie televisiva de altos vuelos donde el guionista, con relativa facilidad, podría subrayar los claroscuros de un período caótico en Europa, el siglo XIV con sus guerras civiles, sus brotes de peste, sus flagelantes peregrinos, azotándose las espaldas para purgar sus pecados, que en multitud seguían las andanzas y prédicas de Vicente el del ditet por el noroeste español, los reinos de taifas italianos y la Francia a medias inglesa. Vicente político, predicador, misionero.

Lo del “ditet”, tal como aparece en la magnífica talla de Carlos Ferreira (Valdemoro, 1914) es ambivalente. Es posible que haga referencia a su mote, como se le conoce en Valencia, San Vicente “el del dedo”, gesto al que se le atribuyen numerosas virtudes taumatúrgicas. Aunque también pudiera ser un clásico gesto del predicador apuntando al cielo y abroncando a los feligreses, heraldo del castigo divino en ciernes. De hecho, otro de los sobrenombres portados por el popular dominico es el del “Ángel del Apocalipsis”, dado que en sus sermones el último libro de la biblia ocupaba un lugar preeminente.

Sea en gesto milagrero o predicador, Ferreira ha captado de manera notabilísima (la escultura data de 1954 y está alojada en el Colegio Nuestra Señora del Rosario, Arcas Reales, Valladolid) la pasión y el ardor que, sin duda, consumieron, literalmente, este dominico que no por santo es menos controvertido, sea desde la óptica religiosa como desde la política.

Ferreira insufla vida a la escultura, cuya parte inferior tiene forma de huso, el habito negro y blanco es claramente perceptible, sobredimensionando el pie derecho tirado claramente hacia adelante -Vicente murió en Bretaña en 1419- como símbolo de sus innumerables caminatas de predicación por el sur de Europa. Pero, sobre todo, con el gesto exagerado del dedo alzado. Al espectador corresponde la decisión de percibirlo como mero aviso, temida amenaza, graciosa salvación (milagro).

Más allá de la expresión corporal, el artista puso toda su destreza en los rasgos que conceptualizan la expresión del rostro. La boca abierta, pronunciando algún juicio apocalíptico, las cuencas de los ojos cadavéricas, el cráneo afeitado, lo que le confiere un aire exaltado, inquietante, incluso patibulario, si la palabra se permite en este contexto. También puede ser entendido como una faz domada por el ascetismo y alimentada, consumida, por la proclamación incansable de la palabra divina. No es de extrañar que los internos del colegio de Arcas Reales, a principios de los sesenta, sintieran pavor delante de una talla que les resultaba tan ajena a las devocionales tan populares en los pueblos de donde provenían.

Obviamente, Ferreira, que por lo demás, y curiosamente, trabajó en diversas obras franquistas (Valle de los Caídos), tuvo la enorme valentía de representar a un santo muy venerado en una dimensión muy humana. Considerando, entre otros elementos, que la aureola de santidad, incluso los gestos piadosos, no tienen cabida en una imagen tan rotunda. Por no hablar de la época en que fue esculpida, poco dada a las aventuras de los imagineros y, mucho menos, en un contexto tan conservador como el de la Iglesia en los años 50.

¿Tuvo cabida en la gubia del escultor hace medio siglo o acaso tiene ahora en la percepción del espectador contemporáneo al contemplarla las enormes contradicciones que asolan la figura de Vicente Ferrer en su abundante historiografía y hagiografía? En todo caso, más allá del revisionismo histórico, teñido de demagogia, tan à la mode en estos últimos meses, la figura de Ferreira puede ser un buen punto de partida para un análisis crítico y objetivo, si tal logro es alcanzable, de figuras eclesiales históricas a quienes la Iglesia por afianzar sus barricadas contra las censuras del siglo no ha querido admitir nunca admitir el mínimo resquicio de fragilidad.  

Y las sombras, aún en un contexto histórico y social tan particular, acechan a (San) Vicente Ferrer. No es este el espacio para dirimir sus claroscuros, claramente perceptibles en la talla de Ferreira, sus controvertidas proclamaciones antisemitas, algunas de las cuales quedaron grabadas a sangre y fuego (si esto es literal es asunto a discutir) en sus apocalípticos sermones.

En cualquier caso, la madera esculpida por el artista, ¿por qué no? también puede representar un espejo de nuestras propias contradicciones. Después de todo, aunque no sea cierto que la historia sea cíclica, las tensiones políticas y sociales del siglo catorce no andan muy alejadas, pese a la distancia temporal, de las actuales: redistribución de la riqueza, corrupción política, antisemitismo, pandemias, lacras sociales…

 

PREDICACIÓN, ETAPAS DE FORMACIÓN, Fr. Philip Soreh OP, Roma

"¡Escuche primero, luego predique!" Es una frase imperativa que a menudo se repite a los futuros predicadores que están en formación. En efecto, para nosotros los dominicos, el período de formación es un tiempo de escucha atenta: escuchando a Dios, a nuestros hermanos y hermanas, y al mundo.

Es a través de este arduo trabajo de escuchar que una persona está formada y equipada para ser un predicador. Cuanto más alta es la etapa de la formación, más atento debe ser un hermano, para estar preparado para la profecía del oficio de predicación. La escucha atenta conlleva varias acciones contemplativas, como estudiar, orar, discernir, reflexionar y observar, etc. Como dominico, uno no está llamado a ser un predicador que no deja de hablar (en sentido literario), más bien está llamado a ser un "predicador que escucha", un predicador que sabe cuándo hacer una pausa y escuchar contemplativamente.

Puede ser fácil "formar" predicadores que hablan elocuentemente, pero es bastante difícil y requiere mucho tiempo formar predicadores que escuchan. Hay etapas de formación que un futuro predicador debe atravesar en su vida y, de hecho, es una formación de por vida.

En primer lugar, el prenoviciado o postulantado es la primera etapa que debe recorrer un aspirante para iniciar un proceso de formación permanente. En esta etapa, se introduce a saborear la vida de un predicador que naturalmente implica oración, estudio, comunidad y apostolado. Es la génesis de un camino de vida donde hay que hacer un discernimiento vocacional teniendo en cuenta toda la información recibida durante el período. Aparentemente, es el período en el que un candidato aprende a escuchar.

En segundo lugar, el noviciado es un período de prueba intensivo en el que el candidato es examinado en profundidad para ver si está humana, psicológica, intelectual y espiritualmente apto para ser un predicador. El programa de noviciado de un año obliga a los novicios a estudiar a fondo la Orden de Predicadores y otros materiales relacionados con la vida espiritual y religiosa, seguidos de un profundo discernimiento. Al final del año, el candidato debe poder tomar una decisión firme entre profesar para ser miembro de los predicadores o irse.

En tercer lugar, el llamado estudiantado es el escenario que se prepara para que los hermanos estudiantes profesos realicen estudios filosóficos y teológicos durante varios años. Los hermanos profesos deben recibir una formación intelectual adecuada y una experiencia integral de la vida de los predicadores en esta etapa. El estudio asiduo es indispensable para un predicador, no solo en el tiempo de estudiantado, sino durante toda su vida.

Usque ad mortem. Con esta solemne declaración, el hermano promete ser un predicador perpetuo en su profesión final. Un predicador no se forma en un día ni en diez años; su formación es más bien permanente. Como predicador, el estudio continuo e incansable y la predicación del Evangelio en todas sus formas será su misión de por vida. A lo largo de su vida, una vida de oración contemplativa debe sostenerlo para experimentar a Dios sobre quien debe predicar "a tiempo y a destiempo". Equilibrar su vida contemplativa y activa siempre lo convertirá en un "predicador que escucha" saludable.