Vivimos tiempos en los que la prisa hace imposible la experiencia, es decir, la transformación de un acontecimiento o de una palabra escuchada en parte de uno mismo. En lugar de experiencia lo que hay son vivencias que no es lo mismo: aquí todo se resuelve en un shock que dura un instante y que desaparece en el momento mismo en que aparece, sin dejar rastro.
Este modo de vivir afecta a la predicación, un tipo de palabra con vocación de experiencia, condenada a abrirse paso entre muchas palabras de consumo rápido que sólo pretenden impresionar un instante. Llamar al sosiego y a la reflexión en esta vorágine, no es fácil.
Lo que no puede el servidor de la palabra es sumarse al ruido, sino tomar nota de los límites del discurso en este momento y hacerse valer dentro de esas limitaciones.
El primer desafío es la credibilidad. El oyente tiene que percibir desde el primer momento que las palabras de quien le habla le salen del alma porque brotan de un corazón habitado por esa palabra. Aquí no valen los clichés, ni las frases hechas o repetidas. Primo Levi, el superviviente de Auschwitz, cada vez que tenía que testimoniar se pasaba la noche en vela. Y dejó de hablar el día que descubrió que sólo se repetía y que no era capaz de recrear con su palabra el estado de ánimo, la vivencia, del primer momento. La palabra del predicador, para que fecunde al oyente, tiene que llevar el sello de la fecundación en el propio hablante.
En cuanto a la construcción del discurso, debería partir de un buen conocimiento del texto bíblico. Un buen conocimiento no tiene que ver con erudición, que suele ser un incordio, sino con capacidad de sorpresa. Invito a leer un librito de sermones de un dominico alemán, Tiemo Peters. Cada sermón, un descubrimiento. Un ejemplo, el comentario a la "resurrección" de Lázaro, tan usado en funerales. Tiemo Peters se pregunta de qué "resurrección" hablamos si Lázaro volvió a morirse. ¿No consistirá su sentido, se pregunta el predicador alemán, en un canto a la vida? Y ahí abre una autopista a la reflexión cristiana.
La lectura de un texto bíblico en el seno de una eucaristía no es comparable con un comentario de texto en un curso académico. Tienen en común, ciertamente, el rigor de la interpretación, pero la homilía tiene algo muy singular: su actualidad. Lo que cuenta el texto que se lee o comenta está sucediendo hoy, nos está hablando a cada uno de nosotros. Esto nos cuesta entenderlo. Los cristianos han perdido el sentido de la memoria propia del judío. Este, cuando lee el relato del paso del Mar Muerto, piensa que lo está pasando él. Ante esa pérdida de sensibilidad anamnética, el predicador cristiano tiene que redoblar sus esfuerzos para hacer hablar al texto o, más precisamente, para convencer al oyente que le está hablando a él.
Esto no tiene nada que ver con sacar la moraleja del texto leído. En el caso, por ejemplo, de la parábola del Hijo Pródigo, no se trataría de sacar la conclusión de que Dios nos perdona, sino de que el perdón nos conforma antropológicamente, de que somos al tiempo todos esos personajes, por eso un cristiano no puede confundir la respuesta al "pecado" (injusticia, crimen, vicio) con castigo. Su idea de justicia no puede ser justiciera sino compasiva, etc. A alguien formado en la cultura cristiana debería parecerle lógico que, como en la película Maixabel, la víctima perdonara al asesino, lo que, creo, no es el caso.
Hay que reconocer que la predicación es una actividad de alto riesgo. No es un "sermón", una charla, sino el momento de mayor exigencia del cristianismo pues la exigencia es teórica y práctica. Se requiere preciso conocimiento teórico y al tiempo saber desgranar aquellos aspectos prácticos que pueden alcanzar existencialmente al oyente de la palabra. Y todo esto dicho de una forma breve y creíble. Esto no se improvisa, sino que da para una vida dedicada a la predicación.