Nacido en Sevilla 1990), termina sus estudios en Ciencias Políticas en esa ciudad Después de un discernimiento profundo en 2016 y su pre noviciado en Valladolid realiza su noviciado en Hong Kong. Completa sus estudios de Filosofía en Inglaterra y los de Teología en Roma. En estos momentos como fraile de la comunidad de Santo Tomás de Ávila sigue sus estudios complementarios de Derecho Canónico en Salamanca. Cuando este número de la revista todavía esté en prensa, el día 24 de mayo de este nuestro año de la celebración del VIII Centenario de la muerte de Nuestro Padre Santo Domingo, ha sido ordenado sacerdote en Ávila.
La ventaja que tiene el rendir testimonio de la propia vida, o de los aspectos relevantes de la misma, está en el hecho de que hay siempre alguien escuchando atentamente. Lo que particulariza un testimonio es sobre todo el ámbito en el que se emite y la autoridad de quien lo recibe, siempre entendido como prueba que garantiza un buen juicio cierto. El testimonio se da en sala de audiencia a la inquisitiva atención de un juez, de un secretario o de un notario que usan de la información para componer el discurso de la verdad. Es virtud propia del testigo, por tanto, el acertar con las palabras que pongan en evidencia el hecho que se intenta probar.
Lo que yo quiero probar con estas palabras es simplemente que el escaso esfuerzo de mi voluntad, tan estrecho en las miras y tan pobre en la resolución, ha sido materia suficiente como para hacer de Jesucristo una presencia constante en el ambiente que me rodea. Es esa siempre la base del testimonio cristiano el cual no se agota en la mera proclamación de un hecho, sino más bien, en la constatación fáctica del mismo. Esto es, en hacer visible la presencia invisible del Salvador. Y, en mi caso, ha sido suficiente con haberlo querido.
Yo siempre quise ser fraile dominico. No podría a ciencia cierta establecer el origen temporal de ese deseo que, en breve, pasó a ser determinación, la más de las veces revestida de ensoñación infantil o romanticismo ingenuo, determinación que terminó convirtiéndose en opción fundamental que lleva, inevitablemente, a intentar el empeño en contra de la misma realidad. Diría que empezó en esa región de la infancia donde casi con sentido profético el ser humano plantea el futuro de sus aspiraciones, es decir, en esa franja de edad que viene considerada como el inicio del uso de razón y el comienzo de la responsabilidad moral. Siempre me atrajo poderosamente la figura del sacerdote como ideal de hombre, líder y a la vez siervo, entregado a una idea no fácilmente explicable, y convencido de realizarse en altos ideales. Es posible que entonces no fuera consciente de que los rasgos aducidos no eran privativos del munus sacerdotalis y que, sin darme cuenta, podría haber encontrado semejante fascinación en otros hombres de mi entorno, algunos muy alejados de toda idea del sacerdocio ministerial, pero creo que eso no hubiera justificado una menor fascinación por el oficio del altar. Yo, simplemente, quería ser sacerdote y que la virtud o la nobleza se encontraran en otros ejemplos me venía dando igual. Era suficiente con quererlo.
La concreción de ese ideal se dio precisamente en un fraile de la Orden de Predicadores, un hermano de mi abuelo que por lo visto había sido misionero y al que yo contemplaba fascinado toda vez que entraba en su despecho y le observaba envuelto en la lectura y estudio de páginas viejas y amarillentas. Esto hizo que se desdibujara la diferencia entre dominico y simple sacerdote, diferencia ni siquiera notable entre los más avezados en estos temas, y que identificara la devoción en la celebración de los misterios de la Fe con el empeño sagaz del intelecto inquieto y apasionado por la búsqueda de la verdad y la belleza del orden real.
Para mí, todo sacerdote era dominico o, al menos, debería serlo en tanto que no era posible a mi mente substraer la pasión por el estudio y el pretendido amor por Cristo, objeto de reflexión supremo del intelecto humano. Y, por ello, esa conjugación hacia las delicias de un joven que no se contemplaba en su futuro como dedicado a otra cosa que no fuera el cultivo del misterio que envuelve el fenómeno humano, la maravilla de su racionalidad y el poder de su voluntad para fraguar el justo orden de las cosas. Es cierto, la imponente figura del fraile predicador, en la dimensión de su profundo romanticismo, llenaba mis ansias de perfección (o vanidoso perfeccionismo), y es posible que hubiera sido una mala opción de vida para quien adolece de la necesaria humildad que mantiene al hombre en la cordura, pero es que yo lo quería, y lo quería fervientemente sin admitir recurso a una deliberación madura, por otro lado, inusitada en un adolescente. Simplemente para mí era suficiente con quererlo.
De niño se pasa a adolescente sin los deberes hechos, suele pasar. Sin embargo, mi total falta de madurez cuando entro en la veintena no fue capaz de diluir ese deseo primario y, tras la prueba del fracaso, que a todos llega, cuando te dan calabazas o simplemente cuando descubres que no eres el más listo ni el más fuerte y que existe una mayoría que te aventaja en maldad y en ambición, seguía constante ese deseo de infancia ahora convertido en propuesta de vida que centra y concentra los esfuerzos de la fuerza vital de la juventud. Con esas fui capaz de enfrentarme a las circunstancias, es decir, a las debilidades propias y ajenas, sembrando algún cadáver en el camino, y cosechando cicatrices, el camino normal hacia la madurez, objetivo que quedaba fijado en llegar a ser fraile dominico, sobre todo en aquel estadio, por el bien exclusivo de mi alma. Pero es que para mí era suficiente fuerza el hecho de que yo lo quería.
Una vez entrado en la Orden y desvanecido la fuerza ilusionante del empeño primario descubrí que, efectivamente, la hierba es siempre más verde en la parte del vecino, y que, a pesar de haber sostenido, contra todo y todos, la idea personal sobre lo que significa ser fraile dominico, esa misma idea se desvanecía convertida en realidad, siempre más amarga que lo que uno espera. Resignación, decepción, desilusión, fracaso y falta de esperanza pecaminosa, acedia, molicie, pereza y falta de caridad, es decir, todo un crisol de nefastas sensaciones que atentaban contra ese deseo primario convertido ahora en opción. Sin embargo, yo seguía queriendo lo que ya no alcanzaba a comprender, y eso seguía siendo suficiente.
En definitiva, lo que me hizo entrar en la Orden, lo que me ha hecho permanecer, y lo que espero me siga sosteniendo, ha sido el hecho de que yo lo he querido. Desde mi perspectiva humana es lo máximo que puedo llegar a entender de mi situación actual, simplemente yo quería, quise y quiero. Ha sido el empeño de la voluntad lo que ha hecho de este testimonio ser cierto y verdadero, quizás sea eso parte de la parresia evangélica, o quizá sea solo el fatuo movimiento de una naturaleza mortal, pero en definitiva ese es el hecho que puedo manifestar. No obstante, sería un necio si no pensara que esa voluntad que tantas veces ha sido tan frágil y quebradiza, más de barro que de hierro, ha podido prevalecer sin ayuda alguna.
Esto es el contenido esencial de mi testimonio, que porque yo lo he querido estoy aquí, y, como mi voluntad no es suficiente de por si para conseguirlo, ha debido haber algo más que la ha sustentado. Sin embargo, dejo al tribunal que clarifique su juicio y llegue a la certeza moral necesaria para determinarlo. Est nobis voluisse satis[1], como decía el gran poeta Tibulo, pero creo que todos sabemos que hay un actor detrás de la escena, el auténtico culpable de esta vida mía en la Orden de Predicadores, el verdadero artífice del milagro del fenómeno humano, cuya implicación en esta historia, en toda la Historia, no creo que quede clara ni tan siquiera con el testimonio del mundo entero. Así pues, juzguen quienes lean si es posible una vocación que no sea un milagro, y saquen sus propias conclusiones sobre el futuro…[1] Para el honor de un hombre es ya mucho haber programado una empresa, haber pensado, ideado poner en marcha una cosa