domingo, 29 de julio de 2018

DESDE LA ALTURA DE LOS AÑOS por Fr. Felicísimo Martínez OP


Bajorrelieve en madera, obra del autor del artículo
Lo decía Santo Tomás. Propio de los jóvenes es la esperanza, porque tienen poco pasado y mucho futuro. Y propio de los ancianos es la memoria o el recuerdo, porque tienen mucho pasado y poco futuro. Que jóvenes y ancianos se ajusten a su situación y disfruten la esperanza o la memoria respectivamente,

Algunos nos encontramos ya metidos de lleno en la segunda categoría, aunque no sabemos cómo llamarla: ¿ancianidad, tercera edad, vida ascendente…? Llámese como se llame, es un hecho que cuando los años van pasando la memoria, el recuerdo, la mirada hacia atrás enseña mucho y pone realismo en nuestros pensamientos. Un elemental ejercicio de honestidad obliga a reconocer éxitos y fracasos, aciertos y errores. Contárselo a las nuevas generaciones es un deber, una responsabilidad, una obligación.

La vida es muy corta. Es la primera conclusión que nos arrojan los recuerdos. “Pero ¿cuándo han pasado todos estos años?” Esta pregunta es frecuente en labios de los ancianos. Sí, la vida es muy corta, pasa como una ráfaga, aunque los jóvenes no se lo crean. Por eso, porque es tan corta, es necesario no malbaratarla. Un personaje de renombre social tuvo la dramática experiencia de ver morir a su hija a la edad de 30 años. Ante un nutrido público confesaba a los pocos días, sumido en llanto: “Ha tenido que morir mi hija para que yo comprenda que no se puede perder ni un solo minuto de la vida”.  Sí, cuando se mira hacia atrás, los tiempos muertos duelen, los tiempos vacíos acusan, la vida malbaratada se lamenta.

Eso sí, no se trata de hacer del trabajo o de la eficacia un ídolo. Solo se trata de valorar tanto la vida, de respetarla tanto, de amarla tanto… que no permitamos vivir sin vivir, vivir sin gustar la vida, vivir sin que nuestra vida sea de alguna utilidad para alguna persona.

El mundo, nuestro mundo es muy complejo. Corremos el riesgo de entrar en pánico y huir ante tal cúmulo de opiniones, de ideologías, de problemas, de cuestiones sin respuesta… Y entonces, ¿dónde quedaría nuestra misión de predicadores, de anunciadores del mensaje cristiano? En vez de huir amedrentados y refugiarnos en el confort del claustro, habrá que salir, escuchar, dialogar, estudiar y seguir poniendo el Evangelio al servicio de la gente que no tiene tanto tiempo ni tanta oportunidad para dedicarse al estudio.

Santo Domingo y la primera generación dominicana acertaron al hacer del estudio una obligación para los dominicos. El Beato Jordán llegó incluso a relacionar esta obligación con la salvación de las almas. Decía que la falta de estudio en los predicadores pone en peligro la salvación de las almas. Y otro dominico, Agustín Salucio, decía con cierta gracia que algunos predicadores, por no estudiar, dicen tales cosas en sus sermones que levantan falsos testimonios al Espíritu Santo.

La experiencia confirma lo que decía Santo Tomás: el estudio implica esfuerzo, ascesis, disciplina… Pero la aproximación a la verdad forma parte de la calidad de vida de las personas. Y, sobre todo, en un dominico la aproximación a la verdad a través del estudio forma parte de la calidad de su conversación, de su predicación, de su enseñanza, de su relación con la gente.

El estudio dominicano no es para hacer carrera. Es verdaderamente dominicano cuando se convierte en verdadera contemplación. Los tiempos vacíos de estudio y de contemplación también son tiempos muertos para un dominico. También duelen cuando los años pasan. Mejor prevenir a tiempo que lamentar cuando no hay remedio.

Y lo más importante, vida de veras es la que se entrega, la que se da, la que se regala a los demás. Vida de verdad es –ya lo decía Jesús-  la que se pierde por su causa, por la causa de la humanidad a la que Dios tanto ama. Y vida desbaratada es la que pretendemos ganar cuidando solo de nosotros mismos. Esta es la gran verdad que se va haciendo cada vez más manifiesta a medida que se acerca el final. Es la gran verdad que no podemos esquivar cuando la vida va pasando y miramos hacia atrás.

Pero a ella se añade otra experiencia interior ineludible: el tiempo pasado es irrecuperable, la vida desbaratada ya no está en nuestras manos, lo que dejamos de hacer por los demás se quedó sin hacer… Por eso es tan verdad eso que con frecuencia escuchamos: ¨hay cosas que hay que hacerlas antes de morir¨. Hay palabras que hay que decirlas en vida, abrazos que hay que darlos en vida, servicios que hay que prestarlos en vida… hasta que la vida se agote, no por inanición, sino por generosa entrega.

Lo decía con frecuencia un querido hermano nuestro que falleció antes de tiempo: ¨Hay que poner las luces largas, para caminar seguro¨. Este consejo, que parece muy elemental, es definitivo para un joven. La cultura actual tiene una capacidad enorme de distracción y seducción. Una cosa es vivir el presente con intensidad y otra muy distinta es quedar colgados de la seducción del momento.

Poner las luces largas es tener deseos largos, como decía Santa Teresa de Jesús. Significa valorar el peso de cada momento, de cada silencio, de cada palabra, de cada acción y omisión… mirando hacia adelante, cayendo en la cuenta prematuramente que el tiempo vuela, que la verdad nos espera, que la vida se la debemos a los demás.